La Concepción de Marco Antonio – Relato ambientado en Corrientes, Argentina

por Damián Barrios

Marco Antonio nació muy cerca de la Plaza Libertad en la ciudad capital de la provincia de Corrientes un día de abril de 1935. En uno de los lados de la Plaza, corre la calle Ayacucho, en ese entonces la principal arteria de la ciudad por donde circulaba un vehículo de transporte público que comenzaba su recorrido en el Puerto pasando por el Mercado, continuando su recorrido paralelo a la muy comercial calle Junin, con parada en la Plaza Libertad frente al Cine Itatí, pasando por el Lawn Tennis Club y terminando en los portones del Hipódromo. Más allá sólo hay montes de espinillos, palmeras, palos borrachos, “ñangapiryes” y unas pocas casas habitadas.

También están esparcidos en las cercanías la Escuela 30, la Comisaría Quinta, un Hospital Regional, un cuartel de la Gendarmería Nacional y un Recreo Bailable llamado “El Descanso”. Paralela a Ayacucho corre la calle San Martín donde se ubica la estación terminal de El Económico, un trencito de trocha angosta, que une San Luís del Palmar con un Ingenio Azucarero y termina en la ciudad de Corrientes. Para 1911 se extendió la línea férrea hasta Caá Catí (Estación General Paz) y un ramal desde Lomas de Vallejos a Mburucuyá, totalizando un poco más de 200 Km de vías que atraviesan campos sembrados de arroz, naranjales, lagunas, esteros y varios pequeños poblados en donde paraba, recogía ó entregaba mercadería y pasajeros.

La abuela de Marco Antonio, que se llamaba Catalina, era de Gral. Paz, donde su familia poseía una chacra de naranjas y otras frutas del lugar que ya nadie parecía querer cosechar. Todos los hombres habían abandonado el pueblo yéndose a las ciudades en busca de mejores horizontes. Ella tuvo un romance con un joven lugareño y quedó embarazada. Anduvo rodando tras el que ella creía que era el hombre de su destino. Pero un día ya muy próxima a dar a luz él desapareció de los lugares que frecuentaba y no lo vió más. Un hermano le contó que se había marchado a la ciudad. Reunió como pudo el dinero para el pasaje y se fué tras él. En el viaje dió a luz casi llegando a la estación de un pueblito llamado Santa Ana a una niña a la que llamó Maria Luisa.

Al llegar a la ciudad de Corrientes consiguió albergue frente a la estación en una especie de Hotel Alojamiento, una casa grande con varias habitaciones y un amplio comedor, regenteada por una parienta lejana llamada Irma Báez, que la aceptó a condición de que la ayudara con la limpieza y atención del lugar. Al cabo de un tiempo uno de los pasajeros que la conocía le contó que había visto al padre de su hija en un viaje que hizo a la ciudad de Rosario. Al parecer trabajaba de maletero en la estación terminal de ómnibus de larga distancia. Su primer impulso fué ir en su busca, pero no tenía el dinero necesario para el viaje. Además había entablado amistad con un par de muchachos que vivían a la vuelta por la calle Velez Sársfield, que traían pescado para consumir en el hotel. Comenzó una relación con uno de ellos llamado Juan que luego de un tiempo le propuso que se mudara a su casa con ellos dos que ahora vivían solos tras el reciente fallecimiento de su madre. Así lo hizo y luego de algunos años tuvieron dos niñas, a las que llamaron Isabel y Mariela, dos y cuatro años menor que María Luisa y que pasaban la mayor parte de su tiempo en el Hotel cuando no tenían que ir a la escuela.

La “tía Irma” tenía la costumbre de poner la radio a todo volumen y cantar los temas que transmitían por la emisora mientras realizaba sus tareas. Isabel cuando ayudaba en sus quehaceres a la tía también escuchaba, memorizaba la letra de las canciones y las cantaba al mismo tiempo con voz clara y vibrante. Mariela, la menor de las tres, era una excelente alumna, sacaba muy buenas notas en la escuela 30 a la que concurría y quería ser maestra. Las tres niñas no tuvieron una infancia muy feliz por el irascible carácter de su madre, que por cualquier motivo se enfurecía y las golpeaba con lo que tuviera a mano.

Ya adolescentes, María Luisa, la mayor de las tres, consiguió ubicarse de niñera en la casa de unos señores de mucho poder y dinero que habitaban una mansión sobre la Costanera frente al río, donde la utilizaban para todo servicio. Solamente había un destello de felicidad para ella cuando podía verse a escondidas de su madre con un muchacho de la vecindad llamado Antonio, un estudiante en la Escuela de Comercio, hijo del dueño de un corralón de venta de carbón, papas y leña, cuyo local comercial estaba a la vuelta de la esquina, por la calle Ayacucho. El ayudaba a su padre en el negocio con la contaduría y con la entrega de pedidos, en un carro tirado por un viejo caballo. En su tiempo libre pasaba silbando fuerte en bicicleta por delante de la casa de María Luisa. Cuando lo oía ella tomaba un par de tachos vacíos y se dirigía corriendo a la Plaza donde había un caño de agua potable que abastecía a los vecinos, para traer agua, pero más que nada para encontrarse con él. Allí conversaban entre alguna que otra caricia de manos y besitos en la mejilla.

Doña Cata como la llamaban todos, pese a que todavía no pasaba de los “treinta y pico”, tenía una vecina llamada Florenciana, madre de una hija de la misma edad que Maria Luisa de nombre Clotilde, las que pese a haber compartido su niñez y ahora adolescencia con María Luisa, nunca se llevaron bien. Fué Clotilde la que le contó a Doña Cata que había visto a Maria Luisa en el caño de agua de la Plaza muy acaramelada con el tal Antonio. Esta se puso furiosa y les prohibió que se vieran más. Lo cual ellos no cumplieron por la rebeldía propia de su edad y por el amor incipiente que se profesaban.

Un día Clotilde vino corriendo a avisarle a Doña Cata que Maria Luisa, contrariando la prohibición que ella les había impuesto, estaba viéndose con el muchacho en el caño de agua de la plaza. El resultado fue una brutal paliza que mandó a María Luisa al hospital. Antonio fué a visitarla y cuando la vió tan lastimada volvió a su casa enfurecido y tomando la pistola que su padre guardaba en un armario fué a buscar a la agresora de su amada que cuando lo vió venir pudo escapar corriendo, metiéndose en el rancho y cerrando la puerta. Luego de un tiempo la muchacha se recuperó aunque le quedaron las marcas de aquella paliza. Juan y “Zeppi”, que era el apodo de su hermano Cipriano, continuaban dedicando todo el día Domingo desde muy temprano y hasta entrada la noche a la pesca junto a su primo Rafael que vivía en la costa del río, poseía canoas y vendía lo que pescaba.

La madre de Rafael tenía un kiosko de venta de vino en damajuanas, carbón y leña que era frecuentado por los isleños que habitaban precarias viviendas al otro lado del río y a los que también servía Rafael llevando y entregando mercadería en sus canoas. La razón por la cual estas viviendas eran muy humildes e improvisadas era que de tanto en tanto en alguna crecida el rio se las llevaba, luego de lo cual ellos volvían a levantarlas con lo que podían recuperar.

En contadas ocasiones Juan llevaba a algunas de las chicas a las islas. A ellas no les entusiasmaba el cruce del río desde que una vez lo hicieron y se levantó un fuerte viento que hizo la travesía algo peligrosa. Preferían estar con la tía Irma y ayudarla en sus tareas.

En una ocasión vinieron a hospedarse en el Hotel unos músicos que venían de San Luis del Palmar. Era un grupo musical formado por el padre, Don Rolando Benítez, dos de sus cuatro hijos, Ramón y Luis y un sobrino, llamado Dalmacio, todos muy educados y de buena presencia. Eran hacendados con un buen pasar donde la música ocupó siempre un lugar predominante en la familia desde que el abuelo materno que fué maestro de música y tuvo un negocio en la ciudad de Corrientes con venta de instrumentos musicales y todo lo que pudiera necesitar un músico, les enseñara a tocar y también a querer la música litoraleña.

Ellos escucharon cantar a Isabel y quedaron gratamente impresionados por lo vibrante de su voz, la frescura de su juventud y su manera de cantar. De ahí en adelante se juntaban todas las tardes a practicar bajo un enorme árbol en la casa de Doña Cata y a enseñarle a Isabel cómo cantar acompañada por ellos. Le habían propuesto a la madre que ella pasara a formar parte del grupo. Isabel sólo tenía 16 años, aunque aparentaba más. Al mismo tiempo Dalmacio comenzó a cortejarla. A Isabel le gustaba cantar y también le gustaba Dalmacio.

Todos en el grupo podían tocar cualquiera de los instrumentos del cuarteto, pero ninguno se animaba a cantar, así que Isabel vino a llenar ese espacio vacío. A Don Rolando se le ocurrió que podían armar un escenario para actuar en el gran comedor del Hotel. Irma los dejó organizarse y un Sábado se presentaron como “Los Sanluiseños” con su vocalista: Isabel, “La nueva voz del Litoral”.

El público esa noche consistió mayormente de gente de la vecindad, un par de periodistas locales y un ejecutivo de LT7 Radio Corrientes, que tenía su edificio por la calle Ayacucho, al lado del negocio del padre de Antonio, que se encargaron de divulgar las bondades del Conjunto. La consumición de empanadas, sandwiches, bebidas y refrescos fué suficiente para justificar la iniciativa, que se prolongó por un tiempo. En cada presentación el público era cada vez más numeroso y entusiasta. Isabelita como empezaron a llamarla desde entonces, era muy aplaudida, ganando confianza y superándose en cada actuación. Comenzaron a llegar las invitaciones para actuar en programas de radio y en grandes salones de baile de la ciudad, llevando numeroso público a todas sus presentaciones.

Los cinco se llevaban muy bien y Don Rolando repartía las ganancias equitativamente lo cual sirvió para convencer a Doña Cata de la conveniencia de permitir que su hija se uniera al grupo. Dalmacio era el más desenvuelto y además de tocar muy bien la guitarra, era el presentador, animador y el que recitaba los versos de algunas de las canciones del repertorio del conjunto. Se enamoró de tal manera que cuando el romance entre él e Isabelita ya era muy visible y tórrido, pidió su mano y se convirtió en su novio oficial.

Comenzó a hacerse sentir la fatiga por tantos compromisos y actuaciones continuadas y decidieron volver a su pueblo. Vendrían a la ciudad cuando fuera necesario, a cumplir compromisos pre-establecidos más los que consiguiera su representante y nada más. Unos días antes de partir Isabel y Dalmacio con el consentimiento de Doña Cata, se casaron en la Capilla de Santa Rosa de Lima de la avenida 3 de Abril que se colmó de gente para la sencilla ceremonia, por la popularidad de Isabel y del Cuarteto.

El día de la partida improvisaron una actuación final en la Plaza Libertad que estuvo muy concurrida. Alberto, propietario de un taller de reparaciones de radios y otros artefactos del hogar frente a la Plaza, les facilitó los parlantes que él utilizaba para hacer propaganda por el barrio. Los músicos tocaron lo mejor de su repertorio hasta que el trencito con su silbato les anunció la inminencia de la partida. Guardaron sus instrumentos y entre abrazos y “sapucais” del público subieron al tren. Muchos jóvenes entusiastas los acompañaron corriendo a la par del trencito, que marchaba a media máquina, desde el andén de la estación hasta pasando el Puente Liberal y el Lawn Tennis Club, para luego regularizar su marcha lanzando al aire su estridente silbato perdiéndose de a poco en la distancia.

Doña Cata empezó a concurrir al hipódromo donde casi siempre terminaba perdiendo buena parte del salario que Juan y Zeppi traían a la casa. Le gustaba el ambiente festivo, la emoción y la gritería del público al llegar los caballos al disco, pero sus chances de ganar algún dinero allí eran muy pocas por la total ignorancia de todo lo que rodeaba a ese mundo incomprensible para ella de las apuestas. Elegía el caballo por el que quería apostar por los colores de la chaquetilla de los jockeys. Para no ir sola se acostumbró a llevar a María Luisa que acababa de cumplir 18 años y se sentía muy halagada cuando los hombres la felicitaban por la belleza y gracia juvenil de su hija. Ya algunos la saludaban con un “–¿Cómo le va?… mi querida suegra!”

Uno de esos Domingos conoció a Marco Marola, un contratista de obras para la construcción también aficionado a las carreras de caballos, que ganó bastante dinero apostando ese día con los datos que le proporcionaban sus amigos del ambiente turfístico local. Lo festejó en el Restaurant del hipódromo invitando a Catalina a quien vió acongojada por las pérdidas sufridas y a su hija Maria Luisa. Le gustó la muchachita y aprovechó la situación para cortejarla.

Marco era un italiano bien parecido, alto, de rojizo cabello ensortijado y penetrantes ojos verdes. Tras la última carrera compró un matambre entero en el restaurante, un par de botellas de vino, una bolsita de hielo y las llevó a ambas hasta la casa en su camioneta. Comieron y bebieron hasta que el vino comenzó a surtir efecto. Doña Cata tras mucho beber se quedó dormida con la cabeza sobre los brazos apoyados en la mesa. Maria Luisa que nunca había bebido, no podía contener la risa. Se reía de todo lo que hacía y decía Marco. Este comenzó a abrazarla y ponerle en la boca vasos de vino fresco con rodajas de limón, hasta quedar ella sin voluntad de ofrecer ninguna resistencia a sus avances. Ardientes besos en las manos, brazos, cuello y en la boca. La muchachita empezó a sentirse mujer y a gozar de las sabias caricias del hombre que la tenía a su merced. El la poseyó cuántas veces quiso mientras ella completamente sometida murmuraba el nombre de Antonio entre quejidos de dolor y de placer. Antes de retirarse la tapó con una sábana, se subió a su camioneta y se marchó.

Doña Cata despertó súbitamente con deseos de vomitar, se dirigió corriendo a una parte del patio que era de tierra y lo hizo. Luego regresó y vió a su hija durmiendo desnuda en la cama. Intuyó lo que había sucedido y no sabía si enojarse o celebrarlo ya que Marco le agradaba y si prosperaba algún tipo de romance, indudablemente esto mejoraría su situación económica.

Juan y Zeppi regresaron esa noche más tarde y un poco más borrachos que de costumbre. Zeppi se fué tambaleando hasta el fondo de la propiedad donde abrió su catre de lona plegable y se durmió de inmediato. Juan se tuvo que aguantar la andanada de improperios de Doña Cata, porque volvieron borrachos y porque no habían traído ningún pescado que al parecer dejaron olvidado en la casa del primo, tras lo cual lo echaron afuera y le cerraron la puerta. Se acomodó entonces junto a su hermano en el catre y durmieron hasta que el sol dándole en la cara los despertó. Tomaron un par de mates cada uno y se fueron a trabajar. El dueño de la fábrica de fideos donde trabajaban sabía que los lunes ellos llegaban siempre tarde, así que ya no perdía tiempo reprochándolos. Simplemente les descontaba el tiempo perdido del sueldo a ambos.

Maria Luisa fué a su esclavizante trabajo de mucama, mandadera y niñera. Uno de los muchachos de la familia que la empleaba se había tomado la costumbre de manosearla y tratar de besarla, lo que le molestaba mucho, pero no podía quejarse por temor a que la despidieran. Trataba de no encontrarse con él a solas y andaba por la casa haciendo sus tareas y esquivándolo.

Cuando se presentaba la ocasión durante el día comía algún bocado que había quedado de sobra en la mesa o en la cocina y que los patrones destinaban a la basura. Tenía una idea vaga de lo que le había ocurrido el día anterior. Estaba mareada y sentía que algo había diferente en las partes más íntimas de su cuerpo que la tenía incómoda e inquieta. Estaba dominada por un sentimiento de vergüenza y sentía una voz interior que parecía gritarle a su conciencia que había traicionado a su querido Antonio. Temía encontrarlo en el camino de regreso a su casa esa noche, porque no sabría como contarle lo que le había ocurrido el día anterior, así que lo hizo por una calle diferente a la que acostumbraba a utilizar.

Al cruzar la Plaza Cabral se sentó en un banco, no pudo aguantar la congoja que la consumía y poniendo su rostro entre las manos comenzó a sollozar. Pasaron varios minutos y de pronto sintió que le hablaban. Era un hombre que paseaba un perrito el que al verla llorando tan desconsoladamente se detuvo a preguntarle qué le pasaba. Ella se levantó como para irse pero se enredó con la correa del perrito y a punto de caer alcanzó a sostenerse en los brazos del hombre que trataba de calmarla con voz serena y pausada. Se acurrucó entre sus brazos y le contó en parte lo que le pasaba y de su temor de regresar a casa donde seguramente su madre la castigaría severamente.

El le dijo que se llamaba Giorgio Palmieri y tenía una hija de su edad y que podía, si quería, pasar la noche en su casa distante sólo un par de cuadras de allí. Ella se dejó convencer por la sinceridad y confianza que le inspiraba este hombre, aceptó la invitación y caminaron hasta la vivienda. Era una casa antigua pero muy bien conservada con un jardín florido en el frente; acomodaron un sofá cerca de la cama de la hija del señor Palmieri que se llamaba Roxana. Esta le prestó ropas para que se pudiera bañar y cambiarse y ambas conversaron un largo rato antes de dormirse, con ¨Peluche¨, el perrito de Roxana durmiendo en una alfombra entre ambas. Esta le comentó que acababa de cumplir los 18 años, que estaba de novia con un muchacho de Resistencia que se llamaba Francisco y que pensaban casarse apenas él concluyera sus estudios en la Escuela para Maestros, en unos pocos meses. El ya tenía asegurado un puesto de trabajo en Corrientes y vivirían al principio en la casa paterna. María Luisa le contó que su pretendiente-novio también se recibiría de la Escuela de Comercio para esa fecha.

Se levantaron un poco tarde y María Luisa fué corriendo a su lugar de trabajo para encontrarse con la señora de la casa furiosa por la tardanza, que la despidió sin miramientos y sin ninguna promesa de pagarle nada. Esta fue la gota que colmaba el vaso de sus amarguras. Desesperada cruzó la Avda. Costanera con toda la intención de tirarse al río y terminar con su desgraciada existencia de una vez.

En esa parte de la costa había una playa y para encontrar aguas profundas tendría que caminar un largo trecho por el Paseo que circundaba la Costanera que estaba hermoso, con los lapachos y otros árboles en flor, pero que ella no podía apreciar por la angustia que sentía en ese momento.

De pronto de esos floridos árboles surgió el estridente trinar y revolotear de algunos pájaros. Era tal el alboroto que producían que ella se detuvo un momento a observarlos y a escuchar. Maria Luisa aspiró profundamente la fresca brisa que venía del ancho río, observó el magnífico panorama que tenía ante su vista y a los pájaros que parecían querer decirle: ¡Vamos!…que la vida es linda y vale la pena vivir!… Desechando la idea del suicidio volvió rápidamente a la casa de Roxana y desayunaron juntas. Luego fueron hasta el lugar de trabajo de su padre, que era dueño de una zapatería y tenía un bien ubicado local por la calle Junin. El las vió llegar y las recibió con una amplia sonrisa y un abrazo. Luego de escuchar lo del despido le dijo a Maria Luisa: –No te preocupes. Puedes trabajar aquí si quieres. Ya nos arreglaremos. Pero antes que nada tenemos que ir a hablar con tu madre.

Concluída la jornada laboral, donde el Sr. Palmieri había comenzado a enseñarle a María Luisa lo que había que hacer, cerraron el local, cenaron lo que su hija Roxana había preparado y los tres subieron al automóvil que estaba en el garage rumbo a la casa de Doña Cata. Esta al ver llegar a su hija en auto y acompañada disimuló su enojo y escuchó con atención la propuesta del hombre. María Luisa trabajaría en la zapatería y viviría en la casa del Sr. Palmieri haciéndole compañía a su hija. Vendría a visitar a su madre cuando quisiera y le traería parte de sus ganancias para ayudarla con el mantenimiento de la casa. Doña Cata puso algunas condiciones y al final aceptó la propuesta.

Cuando se aprestaban a subir al auto para volver al centro María Luisa alcanzó a ver casi en las sombras la silueta de una bicicleta y un muchacho al que reconoció a pesar de la oscuridad. El corazón le dió un brinco y tuvo que hacer un esfuerzo para no correr a su lado. Subieron al auto y tomaron por la calle Ayacucho con la bicicleta siguiéndolos de cerca. El Sr. Palmieri lo notó y al llegar a su casa estacionó el vehículo y se acercó al ciclista que estaba ya en su vereda. Le preguntó quién era y cual era el motivo de su seguimiento. Las chicas estaban cerca y alcanzaron a oír que Antonio con voz clara y firme le decía al Sr. Palmieri que él era el pretendiente de María Luisa y que por no haberla visto en los días pasados necesitaba hablar con ella para saber qué estaba pasando.

El Sr. Palmieri comprendió de inmediato la situación, invitó al muchacho a pasar y ya sentados en el jardín trasero de la casa mientras tomaban un refresco lo escuchó atentamente. Antonio le dijo que hacía tiempo que pensaba pedirle la mano de María Luisa a su madre, doña Cata, pero que no lo había hecho todavía porque no había buena relación entre ambos y temía que ella lo rechazara. Le contó que estaba construyendo y estaba casi terminando una vivienda dentro del terreno donde su padre tenía el negocio para vivir allí con María Luisa una vez casados. La conversación continuó por un largo rato y Antonio cuando pudo se acercó a María Luisa, se sentó junto a ella y la rodeó con sus brazos reconfortándola cuando ella no pudo reprimir el llanto y la lágrimas le inundaban la mejilla.

El terreno del que hablaba Antonio, tenía el frente sobre la calle Ayacucho con más de 80 metros de largo y se extendía hacia el fondo hasta la calle San Martín. El le propuso a su padre vender una parte del mismo para comprar un camión usado. Así lo hicieron y entre él y dos primos que tenían un taller mecánico lo pusieron a punto para usarlo en el reparto en lugar del carro y el caballo. A los productos que podían distribuir y vender le agregaron jabones y aceites al por mayor junto a los ya establecidos de papas, ajo, cebollas, carbón y leña. Con el camión funcionando emplearon a un peón para la carga y descarga de los productos que comercializaban y todo parecía marchar sobre rieles.

Con el apoyo del Sr. Palmieri consiguieron convencer a Doña Cata que aceptara las relaciones de ambos jóvenes que era evidente que se querían y esto multiplicó el entusiasmo y empeño de Antonio en el desarrollo y progreso del negocio y en sus atenciones hacia la mujer que amaba.

Roxana y Francisco fijaron fecha de bodas y el Sr. Palmieri les propuso a María Luisa y Antonio celebrar una doble boda. El les saldría de padrino y correría con los gastos de la fiesta. El padre de Antonio les regalaría los muebles. Finalmente todo fué aceptado y se realizó de acuerdo a lo planeado. Se casaron en la Iglesia Catedral de la ciudad y pasaron su luna de miel en las Cataratas del Iguazú.

A su regreso María Luisa tomó las riendas del hogar y además de sus tareas en la casa ayudaba eficientemente en el negocio. El padre de Antonio se iba retirando paulatinamente del manejo de la empresa que ya era administrado en su totalidad por su hijo y vivía en una casa quinta cerca del río en Molina Punta.

Mariela se recibió de maestra y daba clases en la Escuela 30. Estuvo de novia varios meses con un colega con el que se casó y fueron a vivir a la casa de la calle Velez Sarsfield, ampliada, junto a Doña Cata. Antonio estaba tan atareado y era tan feliz que nunca tuvo tiempo, ni ganas, de preguntarse porqué su primogénito al que habían bautizado Marco Antonio, nació tan pronto y tenía ojos verdes y el pelo rojizo y ensortijado. Y le pareció razonable lo que oyó decir por ahí de que eso ocurría a veces con los sietemesinos.

Pero Doña Cata le había comentado a su vecina Doña Florenciana lo ocurrido aquel Domingo cuando Marco Marola las trajo en su camioneta desde el Hipódromo y ésta a su vez se lo contó a su hija Clotilde. Ellas tenían la certeza de saber de quién era el hijo de Maria Luisa. Clotilde siempre tuvo celos y envidia de la popularidad y aceptación de que gozaba Maria Luisa y ahora con lo que su madre le había contado sintió que tenía un arma de mucho poder en sus manos y que utilizándola en el momento apropiado podía acabar con la armonía y felicidad del matrimonio de Antonio y Maria Luisa. Pero quería que su venganza alcanzara tanto a ellos dos como también a Marco Marola porque éste la ignoraba, no prestando atención a sus poco disimuladas insinuaciones cuando se veían al pasar en las visitas de éste a la casa vecina.

Marco venía casi todos los Domingos trayendo a su casa a Doña Cata con la que compartía buenos momentos en el Hipódromo donde ella era una compañera alegre y divertida. Ya para entonces dejó de elegir los caballos por la chaquetilla de los jockeys y con los buenos datos que Marco Marola le proporcionaba se podía dar el gusto de ganar algún dinero con sus apuestas. Luego de una liviana comida en el Restaurant del Hipódromo terminaban la jornada en la cama donde ella lo complacía en todo lo que él quisiera. Juan y Zeppi casi siempre volvían a la casa tarde y borrachos.

Tanto el baño de Doña Cata como el de su vecina Florenciana estaban en el fondo de la propiedad y tenían a un costado una ducha parcialmente cubierta con una lona corrediza. Uno de esos Domingos Marco fué al baño y notó que en el de al lado Clotilde estaba desnudándose como para bañarse con la cortina parcialmente descorrida y en actitud abiertamente provocativa. Marco no necesitaba más que eso. Saltó el alambrado tomó a Clotilde por su larga cabellera y en un santiamén la puso en posición de poseerla.

Ella no opuso resistencia al principio pero de pronto cambió su actitud y comenzó a lanzar pedidos de ayuda y socorro a los gritos, llamando la atención de Doña Cata y de todos los que estaban reunidos en la casa de Doña Florenciana los que acudieron prestamente en el momento justo que Marco eyaculaba y a la vez trataba de alejarse subiéndose los pantalones y pasando por sobre el alambrado. Escapó como pudo en medio de los insultos de todos, menos de Doña Cata que culpaba, también a los gritos, a Clotilde, adjudicándole a ella toda la culpa de lo sucedido, armándose un vocerío descomunal de uno y otro lado del alambrado. Marco escapando a la carrera, seguido de cerca por uno de los hermanos de Clotilde, tomó al pasar las llaves y escapó del lugar con su camioneta luego de un forcejeo y algunas trompadas lanzadas por su perseguidor.

El incidente y los comentarios, algunos distorsionados y/o aumentados en proporción, según la fantasía de la que lo contaba, se corrió como reguero de pólvora por todo el vecindario. Ya con anterioridad las vecinas murmuraban sobre las visitas de Marco a Doña Cata los Domingos en ausencia de Juan y su hermano, ocupados como siempre con la pesca hasta la noche y esto venía a confirmar las suposiciones de las malas lenguas del lugar.

Entre los comentarios de los días subsiguientes resurgieron con más fuerza lo de la posible paternidad de Marco del hijo de Maria Luisa que ya Clotilde se había encargado de divulgar. Tanto que llegó a oídos de Antonio quien inmediatamente le exigió explicaciones a Maria Luisa. Ella, como cuando ocurrió la violación, tampoco esta vez, encontró la forma adecuada de decírselo a él de manera que pudiera comprender lo que le había pasado, así que con el corazón oprimido por la angustia solo alcanzaba a llorar desconsoladamente.

Antonio tomó esta actitud de ella como aceptación de lo que las vecinas comentaban y sumido en el desconcierto y la sorpresa que esto le causaba, sumado a su orgullo de varón herido, se encerró en un silencio condenatorio sin saber que hacer por varios días hasta que por las obligaciones del negocio tuvo que salir de su estupor y consternación. Poco a poco fue recuperándose tratando de volver a la normalidad ocultando su dolor y rabia. Maria Luisa, que se mudó al cuarto que habían construído para Marco Antonio también se sumó a la actividad y volvieron a la rutina cotidiana pero sin hablarse.

El siguiente Domingo, cuando Doña Cata y Marco se encontraron en el Hipódromo él se enteró de lo que estaba ocurriendo con Antonio y Maria Luisa. Pese a sus extravíos donjuanescos tenía buenos sentimientos y reconociendo su culpabilidad sintió la necesidad de encarar las consecuencias de sus actos especialmente éste que estaba destruyendo la vida de una persona inocente. Al día siguiente fué a ver a Antonio y hablaron de hombre a hombre. Le dijo que él era el único responsable de lo sucedido y que estaba dispuesto a hacer lo necesario para reparar el daño causado.

Antonio lo escuchó, con llamas de furia en sus ojos y haciendo un gran esfuerzo para no echarlo a golpes de su negocio, pero luego de una larga discusión y casi convencido de la sinceridad y el genuino arrepentimiento de su interlocutor fué paulatinamente disminuyendo su enojo. Se disipó el gran peso que se había adueñado de su corazón y de a poco se fué derritiendo el hielo del despecho y el fuego de la ira que lo había estado consumiendo hasta ese momento. Cuando Marco se retiró Antonio fué a buscar a Maria Luisa que estaba atendiendo al niño en su habitación. Ella lo vió entrar con los ojos llenos de lágrimas y una mirada que imploraba perdón y comprensión. El se acercó y sin saber qué decir, vencido por esa suplicante mirada, los abrazó con mucha ternura, experimentando algo que nunca antes le había ocurrido hasta entonces. Era una lágrima rebelde que rodaba por su curtida mejilla, permaneciendo ambos abrazados por un largo tiempo.

Clotilde se casó pero no tuvo mucha suerte con el compañero de vida que le tocó, el que luego de los meses que duró la luna de miel se convirtió en un monstruo que la maltrataba constantemente, especialmente cuando bebía, cosa que ocurría con frecuencia, hasta que un día cuando bajaba de un transporte público muy borracho cayó bajo las ruedas del mismo falleciendo en el acto. Algún tiempo después Clotilde se juntó con un estibador que trabajaba en el puerto de Barranqueras y se fué al Chaco a vivir con él y no se la vió más por el barrio.

Hubo otro hecho trágico que conmovió profundamente a todos los vecinos de la calle Velez Sarsfield. Juan y Zeppi murieron ahogados una noche en que los sorprendió una fuerte tormenta cuando estaban pescando en el medio del río. La canoa se volcó y la correntada los llevó lejos de la misma perdiendo la vida entre el torrentoso caudal de las aguas embravecidas. El primo sobrevivió manteniéndose a flote tomado de la soga de la canoa semisumergida hasta que lo recogieron otros pescadores al día siguiente después que pasó la tormenta.

Para ese entonces Marco Marola conoció a una muchachita alegre y muy popular en el Hipódromo al que ella concurría frecuentemente con una prima. Se llamaba Sabrina y era la única heredera de una cadena de tiendas con sucursales en toda la Mesopotamia, que acostumbraba a jugar fuerte ganando y perdiendo mucho dinero en sus apuestas sin parecer importarle demasiado cuando perdía y celebrando estrepitósamente cuando ganaba.

Marco se había forjado una buena posición económica con su trabajo y conexiones en el ámbito empresarial de la ciudad y de la provincia. Los Domingos en el Hipódromo apostaba y ganaba fuerte, pero siempre con la ayuda de los “datos” precisos que le daban sus amigos del círculo íntimo del Hipódromo: jockeys, cuidadores y propietarios de caballos, con una buena proporción de aciertos y muy buenas ganancias en general, que sus amigos se lo daban con la condición de que estos “datos” fueran para su uso exclusivo y no los divulgara. El cumplía estrictamente con este requisito y siempre retribuía con generosas propinas a los que se los proveían.

Un día que estaba en la corta fila de la ventanilla para apostar por un caballo que no era el favorito para esa carrera, notó cerca suyo a Sabrina que parecía querer apostar al mismo caballo, la que luego cambió de parecer y se fué a la fila de otra ventanilla. El dejó de lado su reserva habitual, la llamó discretamente y le dijo por lo bajo: –Vení… Apostále a éste… Es “fija”… No puede perder… Ella se quedó a su lado y apostó fuerte como era su costumbre. El caballo ganó, pagó buen dividendo y ella lo celebró alborozadamente abrazando a Marco y dándole un prolongado beso en la boca.

Sabrina era muy abierta y efusiva y estaba acostumbrada a tomar la iniciativa en todas sus ya numerosas aventuras amorosas. Era audaz y muy atrevida, podría decirse que era algo así como la versión femenina y aumentada de Marco. Este se dejó arrastrar por ese torbellino de mujer que lo envolvió y acaparó por completo. A pesar de los evidentes defectos de la muchacha y los consejos en contra de los amigos, se enamoró de ella y comenzó a cortejarla. Se inició así un romance lleno de peripecias y encontrados momentos de placer y de amarguras. Una nueva situación para él inédita y que tenía un destino final imprevisible. Para ella era una aventura más con final abierto, como a ella le gustaba.

Marco conoció y trató a los padres de Sabrina, que eran descendientes de una familia de  inmigrantes rusos, que se habían establecido ya por varias generaciones en diferentes lugares de la Mesopotamia, a quienes luego de algún tiempo, les pidió formalmente su mano. Ella por su parte aceptó ser su novia oficial pero sin comprometerse de ninguna manera a cambiar su estilo de vida. Le dijo abiertamente que tendría que aceptarla como era, independiente, caprichosa, infiel y que no podrían tener familia por una intervención ginecológica que tuvo cuando era aún adolescente. Marco aceptó sus términos porque estaba realmente muy enamorado y también porque pensó que tal vez una vez casada ella podría sentar cabeza y entre ambos llevar una vida normal. La boda se realizó con gran pompa y esplendor en la Iglesia Catedral de la ciudad de Corrientes, concurriendo a la misma y a la subsiguiente Fiesta de Gala, que se realizó en el Lawn Tennis Club, las más distinguidas personalidades de la sociedad correntina.

A Marco su enlace con Sabrina le trajo el plus de relacionarse con las más influyentes familias del área, lo cual benefició mucho a su empresa constructora. La prima de Sabrina, llamada Natalia, su mejor amiga y confidente, era hija de un magnate, dueño de hoteles y restaurantes en lugares de turismo de la zona, el que le encargó, luego de conocerlo un poco más y escuchar recomendaciones sobre la profesionalidad de Marco, la construcción de un hotel en los Esteros del Iberá. Este hotel era parte de un proyecto conjunto entre el Gobierno Provincial y algunas empresas particulares para promover el turismo hacia los Esteros, el segundo más grande cuerpo de agua fresca del mundo, sólo superado por el Pantanal en Brasil y que comprendía una buena parte del territorio de la provincia de Corrientes.

Los esteros aún permanecían casi vírgenes y son uno de los lugares más importantes en América del Sur para la observación de la fauna y las aves de la región. En los terrenos adyacentes al Aeropuerto de la ciudad se proyectaba construír un importante Centro Comercial, la parada de Omnibus de Larga Distancia y la estación del trencito “El Económico” que tenía en construcción en una fábrica de Holanda unos coches especiales de cómodos asientos, con ventanas panorámicas y vagones para equipajes con el que se ofrecería a los visitantes un “tour” de los Esteros. La Dirección Provincial de Vialidad se encargaría de la construcción de los caminos y vías de acceso. La Empresa propietaria del tren “El Económico”, constituída por miembros de las familias más importantes de la ciudad, construiría un ramal que uniría Plaza Libertad con una parada en la Terminal de Transportes donde los turistas que llegaran en avión tomarían el tren para llegar hasta el Centro Cívico de los Esteros donde se estaba construyendo el Hotel, la estación terminal del tren y algunos edificios del Gobierno de la Provincia alrededor de una plaza.

El Proyecto comenzó a realizarse y durante la construcción del Hotel Marco vivía cerca de la obra en los Esteros toda la semana, en una de las propiedades que su padre le había regalado a Natalia, llamada “La Hacienda”, volviendo el Domingo a la ciudad, para almorzar con la familia y luego concurrir al Hipódromo con Sabrina, Natalia y su novio. Natalia aprendió a cabalgar desde muy niña y se crió rondando las caballerizas. En una de ésas fue que conoció a su actual prometido, Fernando Aristizábal, también hijo de hacendados. En “La Hacienda” se criaban caballos de carrera que luego competían en los Hipódromos del país, para que luego de ganar algunas carreras o algún importante premio eran vendidos generalmente a muy buen precio ya sea localmente o al exterior.

Natalia recorría los esteros montada en algunos de sus caballos preferidos, a veces en partes donde los esteros tenían bastante profundidad lo que obligaba a los caballos a nadar. Así fué que se decidió a entrenar a una docena de ellos, para hacer ésto con los turistas que quisieran intentarlo con ella y su novio Fernando a la cabeza. También entrenó a algunos peones elegidos especialmente de entre el personal de “La Hacienda” para acompañarlos en canoas a lo largo del trayecto. La idea tuvo muy buena acogida y se hizo popular entre los turistas de todas las edades y de todo el mundo que visitaban los esteros.

El Domingo al finalizar la reunión hípica Natalia y Fernando venían a la casa de Antonio y Maria Luisa, que habían remodelado su vivienda construyendo un amplio comedor-cocina y acogedor living con una enorme chimenea que proveía a toda la casa de calefacción en invierno. Maria Luisa los esperaba con una opípara cena. En ocasiones especiales encargaban la comida a una Rotisería ubicada casi en frente del negocio de ellos de propiedad de Ramón Albornoz, a quién ellos conocían desde la infancia. Luego de la cena los hombres se entretenían jugando al truco, un juego de cartas en el que jugaban en pareja: Albornoz y su primo contra Marco y Antonio en la glorieta de un amplio jardín bien iluminado por el sol del crepúsculo. Las damas se reunían a conversar, a ver películas o novelas, mientras tejían o bordaban en el living de la casa. La esposa de Albornoz era la que les enseñaba estas labores que las mantenía ocupadas hasta la hora de volver a casa.

A todos los amigos y familiares les agradaba el cálido ambiente y la tranquilidad que reinaba en ese hogar donde Marco Antonio creció feliz rodeado por el amor y las atenciones de prácticamente dos sets de padres. Y como en aquellos cuentos con final feliz también llegó la redención tanto de Sabrina que dejó de ser la muchachita alocada y sin frenos que fuera hasta entonces como la de Marco Marola que dejó para siempre sepultado en el pasado sus aventuras donjuanescas para convertirse ambos en una pareja estable y muy querida por todos los que los trataban.

Para Sabrina, Marco Antonio era el hijo que ella nunca podría tener. Lo mimaba como propio y Marco Antonio correspondía con creces dándoles a Sabrina y a todos ellos motivos para quererlo cada día más. La felicidad del hogar de Antonio y María Luisa se vió bendecido un par de años después con la llegada de una muchachita vivaracha y juguetona a la que bautizaron Isabella. Ella era la constante compañera de María Luisa en sus tareas hogareñas y el varón el fiel ayudante de su padre en el negocio que creció con el tiempo, llegando a ser Marco Antonio uno de los más influyentes comerciantes de la ciudad.

En sus últimos años Antonio y María Luisa dejaron el negocio familiar en manos de Marco Antonio y se retiraron a vivir a la propiedad que había sido del abuelo. Marco y Sabrina se fueron a vivir a una posada que edificaron en los esteros, donde eran vecinos de “La Hacienda” de Natalia y Fernando, compartiendo la atención con otros comerciantes y autoridades locales de los numerosos turistas que venían de todo el mundo a visitar los Esteros.

Fernando fué Intendente del lugar por varios períodos y a él se debe en gran parte los progresos edilicios y de comodidades que se brindaban a los turistas. Hizo construir un Parque y Balneario Municipal en una sección arbolada y con una playa natural de suave declive, un Hipódromo donde se realizaban reuniones hípicas los fines de semana y en ocasiones especiales presentaciones musicales y de espectáculos teatrales, cinematográficos y desfiles de comparsas en la época de Carnaval y consiguió que la Corporación que manejaba los intereses del trencito “El Económico” extendiera sus servicios llegando con uno de sus ramales hasta las imponentes Cataratas del Iguazú en la frontera de Brasil y Argentina.

También introdujo mejoras en el pequeño y muy bien cuidado cementerio de los esteros donde se destacan dos mausoleos con paredes de mármol blanco, uno al lado del otro y donde descansan en medio de la serenidad del lugar los restos mortales de Marco y Sabrina en uno y muy cerca, casi pegado a éste, los de María Luisa y Antonio. En las puertas de bronce de ambos hay una foto de los cuatro de cuando eran jóvenes y le sonreían a la vida y la vida les sonreía a ellos.

 

Mis Vacaciones de Post-Graduado – De Cuando un «Lobizón Benigno» me Adoptó

(No Apto para Menores)

Estaba por cumplir 18 años de edad, había aprobado el curso completo de Maestro de Tipografia en un Colegio de Artes y Oficios en Almagro, en la ciudad de Buenos Aires, de la Orden de Don Bosco, que contaba con muy buenos profesores venidos de Turin, Italia, en todos los oficios que se enseñaban allí: mecánica, carpintería, sastrería, artes gráficas, herrería, decoración, etc. Eramos “pupilos”, lo que significa que fuimos “alumnos internos” durante los cinco años que duró el curso. Pasamos casi todo este tiempo dentro del colegio, en un régimen semi-militar. Levantarse a las 6 de la mañana, hacer las camas, vestirse con el uniforme gris oscuro de taller, asistir a misa, desayuno, un corto recreo y taller hasta el mediodía. Luego almuerzo, recreo de una hora, donde jugábamos al fútbol con pelotas de goma Nro. 3, en dos grandes patios, el denominado Angel Custodio para los de primero hasta tercer año y el Patio San José para los mayores que ya cursaban cuarto y quinto años. Al término del recreo venían las clases, hasta las 5 de la tarde. Merienda y luego estudio, hasta las 8 de la noche, tiempo que utilizábamos para estudiar y realizar las tareas para el día siguiente. Finalizando la jornada con cena, plegaria, sermón en uno de los patios, para marchar rumbo a los dormitorios a dormir alrededor de las 9 y media de la noche.

Teníamos 15 días de vacaciones en Febrero donde podían ir a sus casas, los que la tenían, que no eran muchos. Casi todos éramos provincianos desarraigados, hijos de padres separados ó huérfanos. Una buena cantidad de nuestros compañeros pupilos provenían de la Europa de post-guerra. Había italianos, españoles, polacos, yugoeslavos, ucranianos, croatas, rusos, etc. Algunos de estos compañeros tenían nombres y apellidos difíciles de pronunciar y las autoridades superiores del colegio los castellanizaban. Así por ejemplo el pupilo proveniente de algún lugar de Europa oriental que originalmente se llamaba Pedrag Srdl pasó a llamarse Pedro Seredin. Algunos de ellos se destacaban en determinadas actividades. El ya mencionado Pedrag Srdl era un eximio ajedrecista, que llegó a ser campeón absoluto de toda la Inspectoría Salesiana y pronto se constituyó en una celebridad en el colegio no sólo por su dominio del ajedrez sino también por su notable inteligencia. Dos hermanos polacos de apellido Malarczuk eran muy buenos atletas y excelentes futbolistas. Otros tenían habilidades manuales o conocimientos que habían adquirido en sus lugares de origen. La completa ignorancia del idioma español que los caracterizaba a todos ellos a su llegada al país y al colegio la suplían con muchas ganas de aprenderlo rápidamente y los bagajes que cargaban en sus hombros de experiencias sufridas les daban una notable y prematura madurez.

En mi caso particular tenía bastante facilidad para absorber todo lo que escuchaba en clase recordándolo en los momentos necesarios, exámenes, pruebas escritas y orales y tenía buena conducta en general, por lo que era considerado un buen alumno. Mi punto fuerte era la asignatura “Historia Sagrada” con la cual conseguí algunas medallas y menciones honoríficas compitiendo por mi colegio contra los otros de la Inspectoría. Mi punto flojo era en el tema “Conducta” y los motivos eran casi siempre ocasionados por mi asociación con otro alumno propenso a meterse en problemas y arrastrarme en sus travesuras para sufrir yo las consecuencias la mayoría de las veces. A él le tenían cierta consideración porque era huérfano de la guerra. Había venido de Italia junto a una hermana, y vivían en la casa de unos tíos cerca del colegio. De las muchas situaciones en las que nos vimos envueltos, originadas por su casi perversa fantasía, voy a mencionar sólo tres. En una ocasión fué al baño del taller y aflojó varias canillas del agua de manera que la misma comenzó a surgir a borbotones inundando todo el piso. Luego vino a mí y me dijo que fuera a ver lo que estaba pasando en el baño. Yo fui y al ver lo que ocurría comencé a tratar de armar los grifos desarmados por él cuando apareció el consejero, al que él también había informado del problema, culpándome a mí del desastre, lo que además de salir empapado del baño me valió una seria reprimenda y puntos en contra en Conducta. En otra ocasión en una de mis visitas a su casa, en las vacaciones, me dijo que estaba tratando de  sacar un tornillo de la parte trasera de una vieja radio y me dio una herramienta para que yo tratara. La misma no tenía aislación y al tomar contacto con el tornillo recibí tremenda descarga eléctrica que me lanzó contra la pared de la habitación, cosa que por supuesto a él le causó mucha gracia. La tercera fue más elaborada. El edificio del colegio que ocupaba toda la manzana, contaba con tres pisos. Toda la planta baja era ocupada por los talleres. En el primer piso estaban los dormitorios a los que subíamos ó de las que bajábamos en filas de cuatro en fondo por las anchas escaleras ubicadas en las dos puntas del edificio y que comenzaban en el sótano al que se nos estaba terminantemente prohibido acceder. En el tercer piso estaban los dormitorios de los sacerdotes y coadjutores. Se comentaba entre los alumnos que la razón por la que no se podía ir al sótano era porque allí había una puerta que conducía a un túnel que pasaba de nuestro colegio al de María Auxiliadora ubicado enfrente por debajo de la calle Yapeyú. A Andres se le ocurrió un día que debíamos explorar el misterioso sótano y como era su costumbre me convenció de ayudarlo y me detalló el plan que se llevaría a cabo durante el tumulto que era el recreo de la una de la tarde. El se quedaría arriba vigilando para que no nos sorprendiera algún consejero mientras yo iba al sótano a investigar. Cumpliendo con mi parte bajé al sótano encontrando en la oscuridad una vieja y pesada puerta de hierro que había allí. Cuando intenté abrirla comenzó a sonar una estridente alarma que se oyó en todo el colegio. Subí a la carrera para encontrarme al tope de la escalera con el consejero que me llevó a la Dirección de la oreja. Andrés estaba en el medio del barullo del patio muerto de risa. Ya el Director estaba al tanto de que no todas las travesuras en las que me veía envuelto eran solamente ocurrencias mías así que luego de una larga y dura reprimenda me dijo: –Ud. Barrios es “tierra santa” y Andrés es “agua bendita”, pero juntos “hacen barro”. De ahora en adelante no los quiero ni cerca el uno del otro!…

Andres estaba predestinado a tener un gran futuro. Sus tíos poseían un laboratorio de foto color, uno de los primeros y quizás el más adelantado de los existentes entonces en Buenos Aires, que montaron en base a conocimientos que habían traído cuando emigraron y descubrieron en Andrés un talento especial para discernir colores lo que era de mucho valor en el laboratorio, así que tan pronto terminó el colegio fué a trabajar con ellos. Con el tiempo, muchos años después, con sus tíos ya fallecidos, Andrés y su hermana, que fueron parte importante del desarrollo y progreso de la empresa, pasaron a ser dueños del más importante laboratorio de foto color de la ciudad y del país, con máquinas e implementos que él mismo iba a comprar a Europa. No dejó de ser el travieso de las bromas pesadas que siempre fué. La última que les voy a contar casi me cuesta la vida. Ocurrió cuando lo fui a visitar al “country” donde vivía, todas costosas propiedades edificadas bordeando el río, con amarradero propio para las embarcaciones de los que vivían allí. Su velero era uno de los más bellos. Me invitó a dar una vuelta en el mismo. Así lo hicimos llegando hasta el puerto de Tigre y casi entrando al Delta del Paraná pegamos la vuelta. A unos cincuenta metros de su muelle me preguntó si sabía nadar. Al contestarle que no siento que me dice: –Así aprendí yo!… mientras de un empujón me tiraba al agua. Recuerdo como si fuera hoy que llegué hasta uno de los postes del amarradero chapoteando y tomándome de las toscas y de lo que encontraba en la superficie y en el fondo del río. Allí ya estaba él extendiéndome la mano para subir al muelle diciéndome: –Todos tenemos fijado el día que nos va a tocar pasar a mejor vida. Hoy no era el tuyo!…

Volviendo a aquél Fin de Curso del Colegio de Artes y Oficios del año 1951, pese a mis “puntos en contra” en Conducta, al finalizar el quinto año y ya con el ansiado diploma en mano, mi madre como premio a las buenas calificaciones obtenidas, me dió permiso para pasarlas en la casa de mi padre, en una provincia de la que somos oriundos. Mis padres se separaron luego del nacimiento de mi hermana, un año y medio menor que yo. Mi madre se fué a Formosa donde consiguió trabajo en una zapatería mientras quedábamos, mi hermana y yo, al cuidado de nuestra abuela materna. Mi padre era plomero y capataz de obras, además de ser bien parecido y tenía novias, amantes e hijos por doquier. Luego de un par de años en Formosa mi madre se radicó en Buenos Aires donde consiguió una beca para mí y mi hermana a la que inscribió en el Colegio María Auxiliadora, ubicado frente a mi colegio cruzando la calle. Ella alquilaba una habitación a unas tres cuadras de  nuestros colegios. Tenía dos trabajos, uno de tiempo completo en la fábrica de pelotas de fútbol Superball cerca de donde ella vivía por la calle Adolfo Berro y otro de parte de tiempo, trabajando algunas horas en determinados días de la semana y el Sábado todo el día en la Sastrería Militar en Palermo, donde se confeccionaban uniformes para los conscriptos del Ejército Argentino.

En aquél tiempo de mis vacaciones de post-graduado mi padre vivía con una joven concubina que ya le había dado dos niñas en una buena casa por la calle Colombia, con mucho terreno que usaba en partes para plantar vegetales, cerca de las vías del Ferrocarril, el que luego de cruzar un puente, un par de largas cuadras más adelante, terminaba su recorrido en un amplio edificio que era conocido como “La Terminal”, con mucho terreno alrededor, donde había talleres, galpones, espacio para maniobras, etc. También había en el rincón más lejano, una gran fosa construída de cemento armado que se usaba para lavar los coches del tren. Un par de molinos de viento proveía el agua que al llegar a determinada altura desbordaba hacia un arroyo que desembocaba en el río después de un largo y sinuoso recorrido. En esos días de verano cuando no se estaban lavando los coches del tren los chicos del barrio lo usaban como pileta de natación y lugar de esparcimiento.

En la propiedad lindera con el costado izquierdo de la casa de mi padre había dos casas habitadas por las familias de dos hermanas que tenían una hija adolescente cada una. La chica del frente se llamaba Teresa y la de la casa de atrás Nilda. En la casa que daba a los fondos había otra familia compuesta por la madre, anciana y delicada de salud, dos hijos varones que trabajaban y estaban todo el día fuera de casa y una chica con muy buenos atributos físicos a la que llamaban “Chonga” que al parecer estaba a cargo de las tareas y el manejo de la casa. Al lado de ellos había una panadería, la que era atendida por la madre y una hija adolescente a la que llamaban “la Porteñita”, cuyo verdadero nombre era Amanda. El padrastro de Amanda revendía pan y facturas que compraba en la Panificadora del Nordeste y repartía con un carro tirado por un caballo, para lo cual salía muy temprano en la mañana y regresaba casi al anochecer. Y en la esquina había un almacén de comestibles donde había otra chica llamada Laura. Casi frente al almacén había un terreno deshabitado con un molino de viento funcionando, del que los vecinos sacaban agua o utilizaban para refrescarse en las calurosas tardes de  verano. También había  muchachos pero eran muy pocos y casi no se veían durante el día, solamente al anochecer cuando regresaban de sus ocupaciones.

Me encontraba entonces ante un hermoso ramillete de mujercitas sin mucha competencia a la vista. De manera que el chico graduado en Buenos Aires, bien parecido y con un buen oficio significaba un interesante partido para todas ellas y sus madres, por lo tanto gozaba de todas las libertades necesarias para concretar cualquier cosa. Habiendo estado internado cinco años de pupilo, con nulo contacto con personas del sexo opuesto, era una excitante novedad ser el centro de atención de ellas. Me gustaban todas, pero el tiempo que podía dispensarles dependía mayormente de las oportunidades que ellas me podían brindar. Nilda se acercaba al alambrado a conversar cuando me veía cerca. Me permitía que le tomara las manos y alguno que otro beso furtivo y no más de eso, porque me decía que su madre estaba mirando. Teresa se escapaba de su madre cuando ésta dormía la siesta y venía “a dormir” la suya en un colchón colocado en el piso de ladrillos con mis pequeñas hermanastras jugando y haciendo una especie de gimnasia pedaleando en el aire, que le permitía mostrar sus lindas piernas y algo más. Mi madrastra aprovechaba su presencia para descansar de las tareas de la casa y de las niñas y dormía profundamente. Teresa inventó un juego en el que yo era el papá, ella la mamá y las niñas nuestras hijas. Esto nos permitía acostarnos en el colchón abrazados, besarnos y acariciarnos. Luego de que la besaba en la boca me dirigía a que le besara los senos y en una oportunidad me aventuré a sacar el pene y ponérselo entre las piernas sin perder de vista la cama donde dormía mi madrastra. No llegamos a practicar sexo porque no nos atrevíamos, especialmente yo, que nunca lo había hecho y supongo que ella tampoco.

Luego de la siesta pasaba a través de los alambrados que separaban las propiedades para llegar hasta la panadería. Allí la madre de “la Porteñita” nos invitaba a que fuéramos a tomar mate a la cocina y nos daba bizcochitos de grasa para acompañar. La cocina estaba separada de la casa y del despacho de pan, así que teníamos privacidad para lo que quisiéramos hacer. Amanda era muy bonita, desenvuelta, buena conversadora y de a ratos soltaba una risa vibrante y contagiosa. Soñaba con volver a Buenos Aires donde había nacido y vivió su infancia. Era evidente su interés por entablar relación con alguien como yo que podría realizar ese sueño algún día. Así que no tenía reparos en dejarse abrazar y acariciar. Pero a mí me faltaba audacia para llegar más allá de los besos y las caricias y estaba empezando a enamorarme de ella. Hasta le prometí que volvería un día y la llevaría conmigo a Buenos Aires. Laura, la chica del almacén quería enseñarme a bailar, lo cual ella lo hacía muy bien con un hermano mayor, pero la danza no era lo mejor que yo podía hacer. No acertaba con el ritmo ni con los pasos. Sólo nos abrazábamos y en alguna oportunidad con nuestros cuerpos y rostros muy cercanos, tratando de movernos al compás de alguna música cualquiera a la que yo no le prestaba la suficiente atención, nos besábamos.

Cuando el crepúsculo teñía de hermosos colores el cielo claro y sereno, caminaba por la calle Belgrano unas quince cuadras hasta la costa del río. Llevaba una gruesa y rústica caña de pescar con la que nunca pesqué nada, pero que me daba la sensación de que iba a hacer algo con ella. En esa parte donde yo me había acostumbrado a venir el río tenía una entrada protegida de la fuerza de la correntada de la parte más caudalosa y que los pescadores usaban para atar sus canoas y bajar con el fruto de su jornada de pesca. Allí también venían a comprar pescado fresco particulares y dueños de restaurantes del centro de la ciudad. Sentado en una piedra grande y con mi línea quietamente sumergida en las aguas del rio que en pequeñas olas golpeaban la roca provocando un armonioso vaivén, observaba toda la actividad del lugar, con algunas canoas que llegaban cargadas de peces y otras que salían vacías, escuchando las voces de los pescadores hasta que el manto de la noche envolvía todo el escenario y con la partida del último pescador también el lugar se cubría de un sereno silencio sólo interrumpido por el murmullo rítmico de las olas golpeando la costa y por el canto apagado de algún pájaro nocturno.

En el camino de vuelta me salían a ladrar los perros y algunos se me acercaban agresivamente con evidente intención de dejar las marcas de sus dientes en mis tobillos. Ahí la caña de pescar tenía un uso práctico ya que con ella y algunas patadas bien ubicadas podía sortear las zonas de más peligro, aunque siempre había alguno que alcanzaba a morder. Llegaba a la casa cuando mi padre y casi toda la familia ya dormían. Comía lo que encontraba en la cocina, luego tomaba un catre de lona que había en un rincón de la cocina, lo abría en un costado del terreno donde crecían algunos arbustos y un árbol de frutas negras, que parecían uvas, que los lugareños llamaban “guapurú”, cerca de un pozo donde se juntaba agua de lluvia, metía los pies en el agua y le aplicaba algo de barro a los lugares donde habían alcanzado a morder los perros. Me había autoconvencido de que ese barro tenía propiedades curativas. Luego de quitarme el barro me acostaba boca arriba mirando las estrellas que brillaban fulgurantes en un cielo límpido y sereno.

Una noche cuando ya estaba a punto de quedarme dormido sentí que unos brazos rodeaban mi cabeza y vi un bello rostro de mujer y unos labios rojos muy cerca de los míos. Era la vecina del fondo, la bien dotada a la que llamaban “Chonga”, que luego de besarme en la boca, se acomodó en el catre y se abrazó a mí mientras sentía que sus delicadas manos se metían en mi pantalón hurgando, acariciando y sacando afuera lo que encontraba. Tuve que separarla y bajarme del catre rápidamente para no manchar la lona blanca. Ella hizo lo mismo tomando el pene con ambas manos en el momento que eyaculaba profusamente. Luego sigilosamente como había venido desapareció en la oscuridad en dirección a su casa. A la mañana siguiente observé el movimiento de la familia del fondo. Ví que “Chonga” les preparaba el desayuno a sus hermanos a medida que se iban levantando para luego encaminarse a sus respectivos trabajos. También le llevaba el desayuno a su madre que permanecía en cama, de la que muy pocas veces se levantaba y cuando lo hacía se arrastraba con dificultad para ir hasta el baño y volver. Mi madrastra también se fué a hacer compras llevándose a sus niñas. Entonces fuí a la huerta que mi padre tenía en el fondo separado de su casa por el alambrado para hablar con ella. Cuando me vió me saludó desde su cocina con un alegre ¡Hola! Ya voy… Pasó un rato hasta que vino a mi encuentro. Noté que se había quitado el delantal y tenía puesto un `batón` que se abría en el frente. Cruzó el alambrado y fuímos tomados de la mano hasta un espacio abierto en medio de unas plantas de choclo. Se acostó sobre las hojas secas y desprendió los botones de la bata dejando al descubierto su hermoso cuerpo. Me bajé apresuradamente los pantalones, me acosté sobre ella y comencé a arremeter contra su frente sin encontrar donde penetrar. Ella entonces me fué sacando poco a poco de mi total ignorancia en esto que para mí era un terreno nuevo y muy excitante. Allí comenzó la clase de educación sexual que me estaba faltando y que prosiguió en los días y noches subsiguientes, siempre que las circunstancias lo permitieran, con una guía experta y generosa. Hasta los encantos de Amanda “la Porteñita” pasaron a segundo plano porque la “Chonga” había tomado posesión casi absoluta de todos mis pensamientos.

La “Chonga”, nunca supe su verdadero nombre, era enfermera a domicilio, la venían a buscar para atender pacientes que no se podían trasladar por sí mismos, para aplicarles inyecciones y para otros menesteres relacionados con la salud y pese a su juventud tenía vasta experiencia en cuestiones sexuales, de medicina y de la vida en general. A veces la veía salir apresuradamente con su maletín acompañando a alguien que la venía a buscar en algún vehículo. En uno de nuestros encuentros me contó muy entusiasmada que había comenzado a hacer suplencias en el Hospital J.R. Vidal lo que para ella era un gran paso adelante en su profesión. “Chonga” en pocos días convirtió en realidad todas mis fantasías de adolescente en cuanto al sexo y a lo hermoso que puede ser la relación entre un hombre, en mi caso todavía proyecto de hombre y una mujer.

Cuando ya parecía que con “Chonga” estaba colmado el vaso de mis posibilidades románticas y eróticas surgió una más. Las hijas de Balta. Este era un viudo amigo de la infancia de mi padre, cuyo nombre completo era Baltazar y tenía dos hijas, una adolescente de dieciséis años llamada Martita y otra de diecinueve a la que llamaban Mariela. Vivían en un rancho cómodo y muy limpio en una parte elevada del terreno, muy cerca de un arroyo al que llamaban Guazú, que crecía y se convertía en un torrente de mucho caudal en la temporada de las lluvias. Balta había limpiado y rellenado con arena sacada del mismo arroyo asegurándola con troncos y piedras, una parte más alta de la orilla creando una pequeña playa donde las chicas jugaban en el verano en su tiempo libre. También venían frecuentemente algunos muchachos de la vecindad, amigos de la infancia de ellas, que se lanzaban al agua desde la orilla del frente y lo cruzaban a nado. Otras veces se aventuraban a flotar aguas abajo en una rústica balsa hecha de troncos en las aguas a veces tumultuosas del arroyo cuando la lluvia hacía crecer el caudal del mismo. Normalmente el arroyo corría plácidamente bajo los árboles de la costa creando un murmullo sedante en un ambiente fresco camino a su desembocadura en el río Paraná no muy lejos de allí.

La casa de Balta estaba a unas pocas cuadras de la de mi padre, el que lo visitaba con frecuencia, para tomar mate, cebado por Martita, la menor de las hermanas, mientras Mariela se ocupaba de otras tareas en la casa. En ocasiones hacían asado o consumían empanadas hechas por Mariela, mientras jugaban al truco si venía algún otro vecino para jugar a veces de a cuatro o de a seis según la cantidad de visitantes. También jugaban a “la taba” uno de los juegos más populares del lugar. Me llamaba la atención la familiaridad con que Mariela trataba a mi padre, besándolo efusivamente cuando llegaba o se iba, aún en presencia de otras personas. Lo hacía con tanta naturalidad que ya parecía costumbre establecida y que no molestaba a nadie. A Balta tampoco parecía importarle mucho. Mi padre retribuía este trato preferencial de Mariela alabando las virtudes domésticas de ella.

Un Domingo a la tarde que fuímos de visita sólo estaban las chicas. De camino mi padre había comprado en el almacén de los Pellegrini, algunos comestibles que al llegar entregó a Mariela. Nos dijeron que Balta se había ido a visitar a un hermano que vivía en las afueras de la ciudad. Hacía bastante calor y mi padre me dijo que me fuera con Martita a la orilla del arroyo, donde estaríamos mejor bajo el fresco que proporcionaban los árboles cerca del agua. Martita aceptó de inmediato y en el camino se despojó del vestido que tenía puesto dejándolo sobre un banco que había en el patio, quedando con lo mínimo, un portasenos y un brevísimo short. Me tomó de la mano para bajar la cuesta que nos permitiría llegar a la orilla y a mitad de camino resbaló arrastrándome para caer ambos uno encima del otro en medio del matorral de los costados. Me invadió una sensación de placer indescriptible al tener entre mis brazos el cuerpo vibrante, sacudido por la risa que le causó la caída, de esa niña floreciendo ya como mujer y comencé a acariciarla y besarla con mucha pasión y ansiedad. Martita correspondió y aceptó mis caricias tiernamente. De sus labios dulces y puros fuí bajando hasta llenar de besos todo su cuerpo hasta que el placer se adueño de mis sentidos y ya a punto de eyacular tuve que sacar el pene y hacerlo hacia los matorrales. En esos momentos sentimos los gritos de un par de muchachos que venían de la orilla de enfrente nadando y chapoteando ruidosamente en el agua. Nos incorporamos para recibirlos. Habían traído un globo con el que improvisamos algo parecido a un juego de vóleybol en la playita y en el agua. Cuando empezó a oscurecer terminamos con los juegos, nos despedimos y nos encaminamos cada uno hacia su vivienda.

Martita fue a la cocina a preparar un mate cocido para ambos mientras yo buscaba a mi padre al que encontré dormido en un sillón de mimbre bajo el alero de uno de los costados de la casa. No quise despertarlo y en mi camino hacia la cocina alcancé a ver por la puerta entreabierta de su habitación a Mariela desnuda, secándose el pelo al parecer luego de haberse bañado. Me detuve un instante a mirarla. La mayor parte de su hermoso cuerpo era de un claro color tostado por el sol con partes mas blancas donde tenía la ropa interior que usaba en su diario andar. Ella captó mi presencia y sabía que la estaba observando embelezado. Me miró sonriendo e hizo un gesto como preguntando “–Te gusta?” Entonces sentí que mi padre se había despertado y venía hacia nosotros. Cuando estuvo cerca me mandó a la cocina a tomar el mate cocido que vió que Martita estaba preparando. El entró donde estaba Mariela y alcancé a oír la risa de ambos y la puerta del dormitorio que se cerraba…

Ya faltaban pocos días para que terminaran mis vacaciones. Era Jueves y el Lunes debía tomar el micro para volver a Buenos Aires. Esa noche a pesar de que se presentaba muy oscura y con amenaza de tormenta, ignorando las advertencias de mi padre, abrí mi catre afuera en el lugar de siempre y me dormí casi de inmediato. Un trueno acompañado de relámpagos me despertó. Con sorpresa ví sentado al lado de mi catre un perro muy grande, más grande que un gran danés, que me miraba con una mirada extraña, casi humana. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. No podía apartar mis ojos de los suyos y nos estuvimos mirando por un largo momento, pero ni su mirada ni su actitud eran amenazantes, más bien como la de un perro guardián. Casi al mismo tiempo comenzó a llover copiosamente por lo que sacudiendo el temor que me paralizaba en ese momento tomé el catre y me fuí adentro apresuradamente. Lo puse en el medio de la pieza cerca de la cama de mi padre aún temblando por la impresión que me había causado la extraña presencia.

Al día siguiente pregunté a mi madrastra y a los vecinos quién tenía un perro tan grande. Una viejita que me escuchó en el almacén me dijo con voz cascada: —“Por aquí no hay perros así de grande. Lo que vos viste, m´hijo, fué un lobizón. Y si no te quiso asustar era la hembra del lobizón, que anda cerca de donde él anda, para que no le haga mucho daño a la gente. El es un espíritu maligno que le gusta asustar y hacer maldades a la gente”. La viejita tenía una mirada extraña, casi hipnótica que me hizo acordar un poco a la del perro grande que había visto a la madrugada junto a mi catre. Cuando salió quise seguirla y preguntarle cosas que aparentemente ella sabía pero no ví por dónde se había ido y desapareció de mi vista. Pregunté de dónde era y me dijo el dependiente del almacén que nunca la había visto antes. –“Pero que lo que ella dijo podría ser cierto. A un primo mío que trabajó en el Chaco en la cosecha de algodón dicen que se le apareció el lobizón una noche en su rancho. Lo encontraron perdido en el bosque varios días después, muerto de hambre, con el pelo blanco y medio loco…”

En los siguientes días continué con mi rutina de parodia de pesca en la costa del río y volver tarde en la noche, notando que los perros me ladraban pero de lejos como temerosos de mí o de algo que venía conmigo. Una perra que era la más audaz que siempre conseguía llegar y morderme arremetió contra mis tobillos como era su costumbre, pero se detuvo súbitamente a mitad de camino, lanzó un quejido raro y retrocedió a esconderse precipitadamente tras el cerco de su casa. Yo también percibía una casi palpable presencia cerca mío que me daba una sensación de tanta seguridad que me sentía capaz de caminar toda la noche y por donde fuera sin temor a nada.

Viernes, Sábado y Domingo estuve despidiéndome de mis nuevas “casi amigovias”. El Viernes a la tarde ví a Laura, la chica del almacén, que me despidió con un sonoro beso y un –“Te vamos a extrañar!… Volvé pronto!…” A la noche fuí con mi familia a un parque de diversiones que se había instalado un par de días antes en el amplio terreno baldío frente al almacén de los Pellegrini en la esquina de Ayacucho y Perú. Alli me encontré con Teresa y Nilda que habían concurrido con sus respectivas madres. Con dinero que me dió mi padre invité a Teresa a la rueda gigante que llamaban “La Vuelta al Mundo”. Ella estaba tan aterrorizada por la altura en que estábamos que la despedida consistió en agarrarse fuerte de mí gritando que quería bajarse. Con Nilda que aseguraba que no le tenía miedo a nada, subimos al “Tren Fantasma” y la oscuridad y los siniestros personajes que se nos aparecían en el camino hizo que esta despedida fuera un poco más romántica.

En horas de la siesta del Sábado hacía mucho calor y ví que jugaban al carnaval en el terreno de la panadería con agua que sacaban de un aljibe Amanda y algunos amigos. Me sumé al juego y más tarde, cuando comenzaba a oscurecer fuimos a la cocina a tomar mate con Amanda que tenía su ropa empapada. Su liviano vestido dejaba ver buena parte de sus encantos. Como era su costumbre la madre nos dió los bizcochitos para acompañar al mate y nos dejó solos. Había traído una toalla y ropa seca para Amanda. Me tiró la toalla y me dijo: –“Tomá, ayudala a secarse y vestirse que pronto viene su padre y vamos a cenar…” Lo cual hice temblando por la excitación de tenerla tan cerca, poder verla y beber con mis extasiados ojos tanta belleza y gracia juvenil. Ella se reía con su risa cristalina y divertida al ver mi turbación y embelezo. Cuando terminé de sacarle el cabello y la espalda, ella se dió vuelta, clavó sus lindos ojos en los míos con una mirada pícara y provocativa, se levantó en puntas de pies para besarme en la boca y luego tomándome la cabeza la llevó hasta su hermoso y delicado busto permitiendo que lo besara y acariciara por algunos increíblemente deliciosos momentos. Luego con voz susurrante me dijo: –“Yo sé que la “Chonga” te dá “el pan dulce“. Pero yo también te quiero dar algo para que no te olvides de mí y tal vez vengas de nuevo a buscarme algún día como me prometistes…” Dicho lo cual se dió vuelta mostrando sus bien formadas nalgas diciéndome: –“Te gusta? Te puedo dejar entrar por la puerta de atrás… la de adelante la tengo reservada para el que me lleve al altar. Querés?…” Me bajé apresuradamente los pantalones, la traje hacia mí y cuando estaba tratando de ubicar “la puerta de atrás” vimos que entraba el carro de reparto de su padrastro. Todo se paralizó y en un instante nos vestimos y nos sentamos a tomar mate, mientras su madre entraba a preparar la cena.

En la madrugada del Sábado sentimos sirenas de ambulancias y hubo una que paró al frente de la casa de “Chonga”. Había ocurrido un accidente en la ruta donde colisionaron de frente dos micros de larga distancia, un terrible accidente causado por la densa bruma de la madrugada y la venían a buscar para ayudar a asistir a los numerosos heridos. “Chonga” se sumó rápidamente a los otros dos enfermeros que ya estaban a bordo del vehículo y partieron raudamente. El lunes cuando fuí a la Terminal de Omnibus todavía no había vuelto, así que no tuve oportunidad de despedirme de ella. Hubo demoras en la partida de los micros por el accidente, que ocurrió casi a la entrada de la ciudad, sobre un puente. Nos contaron que uno de los micros habia caído al río y el otro se había incendiado. Estuvieron todo el día Domingo sacando heridos y algunos muertos de ambos vehículos de transporte que venían con su carga completa de pasajeros. Al pasar por el lugar, ya en el ómnibus camino a Buenos Aires, vimos algunos voluntarios que todavía estaban trabajando casi en la oscuridad en busca de los pasajeros que faltaban y me pareció ver a ¨Chonga¨atendiendo a un herido al borde del camino.

Se terminaron las vacaciones con esta nota trágica y volví a Buenos Aires a continuar con mi vida. El trabajo que había conseguido por recomendación de mis profesores y especialmente mi ex-maestro de tipografía era en un excelente taller cuyo dueño había sido alumno de nuestro colegio. El ambiente era bueno y la paga excelente.

Pasaron algunos años y muchas cosas. Una de ellas fué que me casé con una chica de mi barrio en Buenos Aires. Una buena muchacha, dulce, comprensiva y buena compañera. Mantuve correspondencia con una de las “amigovias” que conocí en aquellas vacaciones de post-graduado. A Nilda le gustaba escribir y me tenía al tanto de los avatares en la vida de todas. Ella se casó con un empleado de la Municipalidad de la ciudad y su prima Teresa con un albañil el que amplió la casa en la que ahora vivían junto a su madre. Laura, la chica del almacén, seguía soltera y aparentemente no pensaba casarse. “Chonga” se juntó con un joven médico que la llevó a vivir al Impenetrable, en la selva chaqueña, donde estaban a cargo de un pequeño hospital que servía a un poblado de indígenas. Amanda, “la Porteñita” se casó con el hijo del dueño de la Panificadora del Nordeste y vivía en una hermosa casa frente a la Costanera. Por mi padre supe que Mariela, la hija mayor de Balta se casó con un chofer de micros de larga distancia y se fué a vivir  con él a la ciudad de Rosario. Martita se casó con uno de los muchachos de la vecindad que se había recibido de maestro y enseñaba en la Escuela Mariano Moreno del centro de la ciudad. Vivían en la casa al lado del Arroyo Guazú en compañía de su padre, el que se encontraba muy delicado de salud.

Pasaron algunos años y ocurrió un episodio que me hizo recordar aquella noche de mis vacaciones de post-graduado en la casa de mi padre en que se me apareció y aparentemente me adoptó un “lobizón benigno”. Siempre me sentí atraído por los ríos y de acercarme a las costas. Así lo hice una vez llevando de la mano a mi hijo cuando éste tenía dos años. De pronto de entre los matorrales apareció una jauría de por lo menos diez ó doce perros salvajes que se nos venían encima. Cargué a mi hijo y empecé a correr desesperadamente hacia el tejido por debajo del cual habíamos pasado para entrar al lugar, que no estaba muy lejos. Llegué cuando los perros ya estaban encima nuestro. Me dí vuelta enfrentándolos, sabiendo que no tenía ninguna chance de que pudiera ahuyentarlos. Nos rodeaban y ladraban enfurecidos lanzándose hacia nosotros mostrando sus temibles colmillos. Colgué a mi niño lo más alto que pude en el alambrado, tomé del suelo dos puñados de arena y pedregullo y lo lancé hacia ellos gritando con todas mis fuerzas: Fuera!… Fuera!… El que parecía el lider de la jauría, que estaba más cerca casi encima nuestro, abriendo y cerrando las fauces en sus intentos de morder, pareció recibir el impacto en la cara. Lanzó un agudo aullido y se detuvo restregándose los ojos con la pata delantera y tratando de despedir de su boca el pedregullo y la arena que le había arrojado. Casi al mismo tiempo todos dejaron de ladrar, algunos lanzaron temerosos quejidos agachando la cabeza, pegaron la vuelta y desaparecieron rápidamente entre la maleza. Este súbito cambio de actitud de los perros, tan furiosos y temibles unos momentos antes y tan temerosos inmediatamente después, todavía sigue siendo inexplicable para mí. ¿Fué la arena y pedregullo que yo les arrojé lo que los detuvo? Me cuesta creerlo, pero de lo que estoy seguro es que hubo “algo” que los detuvo. “Algo” mucho más fuerte que un puñado de arena y pedregullo.

Años después la vida me llevó lejos, a otro país, a convivir con otras gentes, otro idioma y costumbres diferentes y allí también tuve oportunidad de comprobar esta “presencia” protectora, una realidad palpable para mi, pero que nunca antes se lo había contado a nadie porque suponía y todavía pienso que no me lo van a creer. Apenas hacía un mes que había llegado a Nueva York y mi dominio del inglés era bastante precario pese a que lo había estudiado en un sistema llamado “Idiomas Vivientes” que estaba de moda en ese entonces. Conseguí trabajo en una imprenta donde eran todos americanos y había una sola persona que hablaba castellano, un poco atravezado, pero entendible. Era un panameño muy amigable que siempre estaba sonriendo resaltando el blanco de su dentadura sobre su rostro moreno. Nos hicimos amigos y un Sábado me invitó a cenar en su casa con su familia. Vivía en una sección del Bronx,  que luego me enteré, era de las peores de la ciudad por el consumo de drogas y la delincuencia. Ya en el viaje en el subway desde Queens, el barrio al que llamábamos “el Gran Buenos Aires”, por la cantidad de argentinos residiendo allí, donde yo alquilaba un pequeño departamento, hasta ese lugar del Bronx, comencé a notar que cada vez había menos personas blancas y al llegar a destino yo era el único. Mi vestuario no era muy amplio en ese momento. Consistía en el traje, camisa y corbata con el que vine, que usaba para todo, inclusive para ir a trabajar todos los días. Así que allí estaba yo vestido de traje, camisa y corbata, en medio de una cantidad de personas de color, siendo observado con curiosidad y hasta podría decir con algo de incredulidad por el resto de los pasajeros que parecían estar preguntándose “¿Qué hacía este ‘blanco’ vestido así en esta parte de la ciudad?”. Hasta me pareció entender que un moreno barbudo, desaliñado y con olor a bebidas alcohólicas, me preguntó si iba a un casamiento mientras miraba a los demás pasajeros y todos se reían. Caminé unas siete cuadras desde la estación del subte hasta el domicilio de mi amigo, entre mucha basura desparramada por las veredas y la calle, con ratas correteando entre ellas,  alguna pelea callejera entre borrachos ó drogadictos y gente tirada durmiendo en los zaguanes o a la entrada de edificios. Un par de veces se me acercaron individuos de mala traza murmurando ó gruñendo algo que yo no contestaba porque era inentendible para mí lo que me decían mientras seguía mi camino con esa sensación de seguridad que me daba el sentirme acompañado por “algo” más fuerte que esas amenazas latentes en el lugar. Pasamos una velada agradable en compañía de mi amigo y su familia. Cenamos platos típicos, bailaron danzas de su lugar de origen y al término de la reunión, pasada la medianoche, todos me acompañaron hasta la estación del subway, porque para una persona blanca y vestido como yo estaba era una invitación a que algo desagradable ocurriera, según me dijeron.

Hubo otras ocasiones en las que ante la presencia de una amenaza de peligro presentía que había algo, no me atrevería a decir “sobrenatural”, pero “algo”, que estaba allí como protegiéndome. Llequé a pensar que sería un trauma psicológico positivo, creado en aquél momento que permanecía fijado muy fuerte en mi subconsciente y que se hacía presente en el momento necesario y oportuno. O sería que realmente un “lobizón benigno”, si es que se puede creer que esto exista, me adoptó aquella noche en la casa de mi padre en mis vacaciones de Post-Graduado? Bueno, para mí podría ser, hasta diría que yo estoy convencido de que es así, pero como dije antes, sigo pensando que nadie me va a creer…