La Concepción de Marco Antonio – Relato ambientado en Corrientes, Argentina

por Damián Barrios

Marco Antonio nació muy cerca de la Plaza Libertad en la ciudad capital de la provincia de Corrientes un día de abril de 1935. En uno de los lados de la Plaza, corre la calle Ayacucho, en ese entonces la principal arteria de la ciudad por donde circulaba un vehículo de transporte público que comenzaba su recorrido en el Puerto pasando por el Mercado, continuando su recorrido paralelo a la muy comercial calle Junin, con parada en la Plaza Libertad frente al Cine Itatí, pasando por el Lawn Tennis Club y terminando en los portones del Hipódromo. Más allá sólo hay montes de espinillos, palmeras, palos borrachos, “ñangapiryes” y unas pocas casas habitadas.

También están esparcidos en las cercanías la Escuela 30, la Comisaría Quinta, un Hospital Regional, un cuartel de la Gendarmería Nacional y un Recreo Bailable llamado “El Descanso”. Paralela a Ayacucho corre la calle San Martín donde se ubica la estación terminal de El Económico, un trencito de trocha angosta, que une San Luís del Palmar con un Ingenio Azucarero y termina en la ciudad de Corrientes. Para 1911 se extendió la línea férrea hasta Caá Catí (Estación General Paz) y un ramal desde Lomas de Vallejos a Mburucuyá, totalizando un poco más de 200 Km de vías que atraviesan campos sembrados de arroz, naranjales, lagunas, esteros y varios pequeños poblados en donde paraba, recogía ó entregaba mercadería y pasajeros.

La abuela de Marco Antonio, que se llamaba Catalina, era de Gral. Paz, donde su familia poseía una chacra de naranjas y otras frutas del lugar que ya nadie parecía querer cosechar. Todos los hombres habían abandonado el pueblo yéndose a las ciudades en busca de mejores horizontes. Ella tuvo un romance con un joven lugareño y quedó embarazada. Anduvo rodando tras el que ella creía que era el hombre de su destino. Pero un día ya muy próxima a dar a luz él desapareció de los lugares que frecuentaba y no lo vió más. Un hermano le contó que se había marchado a la ciudad. Reunió como pudo el dinero para el pasaje y se fué tras él. En el viaje dió a luz casi llegando a la estación de un pueblito llamado Santa Ana a una niña a la que llamó Maria Luisa.

Al llegar a la ciudad de Corrientes consiguió albergue frente a la estación en una especie de Hotel Alojamiento, una casa grande con varias habitaciones y un amplio comedor, regenteada por una parienta lejana llamada Irma Báez, que la aceptó a condición de que la ayudara con la limpieza y atención del lugar. Al cabo de un tiempo uno de los pasajeros que la conocía le contó que había visto al padre de su hija en un viaje que hizo a la ciudad de Rosario. Al parecer trabajaba de maletero en la estación terminal de ómnibus de larga distancia. Su primer impulso fué ir en su busca, pero no tenía el dinero necesario para el viaje. Además había entablado amistad con un par de muchachos que vivían a la vuelta por la calle Velez Sársfield, que traían pescado para consumir en el hotel. Comenzó una relación con uno de ellos llamado Juan que luego de un tiempo le propuso que se mudara a su casa con ellos dos que ahora vivían solos tras el reciente fallecimiento de su madre. Así lo hizo y luego de algunos años tuvieron dos niñas, a las que llamaron Isabel y Mariela, dos y cuatro años menor que María Luisa y que pasaban la mayor parte de su tiempo en el Hotel cuando no tenían que ir a la escuela.

La “tía Irma” tenía la costumbre de poner la radio a todo volumen y cantar los temas que transmitían por la emisora mientras realizaba sus tareas. Isabel cuando ayudaba en sus quehaceres a la tía también escuchaba, memorizaba la letra de las canciones y las cantaba al mismo tiempo con voz clara y vibrante. Mariela, la menor de las tres, era una excelente alumna, sacaba muy buenas notas en la escuela 30 a la que concurría y quería ser maestra. Las tres niñas no tuvieron una infancia muy feliz por el irascible carácter de su madre, que por cualquier motivo se enfurecía y las golpeaba con lo que tuviera a mano.

Ya adolescentes, María Luisa, la mayor de las tres, consiguió ubicarse de niñera en la casa de unos señores de mucho poder y dinero que habitaban una mansión sobre la Costanera frente al río, donde la utilizaban para todo servicio. Solamente había un destello de felicidad para ella cuando podía verse a escondidas de su madre con un muchacho de la vecindad llamado Antonio, un estudiante en la Escuela de Comercio, hijo del dueño de un corralón de venta de carbón, papas y leña, cuyo local comercial estaba a la vuelta de la esquina, por la calle Ayacucho. El ayudaba a su padre en el negocio con la contaduría y con la entrega de pedidos, en un carro tirado por un viejo caballo. En su tiempo libre pasaba silbando fuerte en bicicleta por delante de la casa de María Luisa. Cuando lo oía ella tomaba un par de tachos vacíos y se dirigía corriendo a la Plaza donde había un caño de agua potable que abastecía a los vecinos, para traer agua, pero más que nada para encontrarse con él. Allí conversaban entre alguna que otra caricia de manos y besitos en la mejilla.

Doña Cata como la llamaban todos, pese a que todavía no pasaba de los “treinta y pico”, tenía una vecina llamada Florenciana, madre de una hija de la misma edad que Maria Luisa de nombre Clotilde, las que pese a haber compartido su niñez y ahora adolescencia con María Luisa, nunca se llevaron bien. Fué Clotilde la que le contó a Doña Cata que había visto a Maria Luisa en el caño de agua de la Plaza muy acaramelada con el tal Antonio. Esta se puso furiosa y les prohibió que se vieran más. Lo cual ellos no cumplieron por la rebeldía propia de su edad y por el amor incipiente que se profesaban.

Un día Clotilde vino corriendo a avisarle a Doña Cata que Maria Luisa, contrariando la prohibición que ella les había impuesto, estaba viéndose con el muchacho en el caño de agua de la plaza. El resultado fue una brutal paliza que mandó a María Luisa al hospital. Antonio fué a visitarla y cuando la vió tan lastimada volvió a su casa enfurecido y tomando la pistola que su padre guardaba en un armario fué a buscar a la agresora de su amada que cuando lo vió venir pudo escapar corriendo, metiéndose en el rancho y cerrando la puerta. Luego de un tiempo la muchacha se recuperó aunque le quedaron las marcas de aquella paliza. Juan y “Zeppi”, que era el apodo de su hermano Cipriano, continuaban dedicando todo el día Domingo desde muy temprano y hasta entrada la noche a la pesca junto a su primo Rafael que vivía en la costa del río, poseía canoas y vendía lo que pescaba.

La madre de Rafael tenía un kiosko de venta de vino en damajuanas, carbón y leña que era frecuentado por los isleños que habitaban precarias viviendas al otro lado del río y a los que también servía Rafael llevando y entregando mercadería en sus canoas. La razón por la cual estas viviendas eran muy humildes e improvisadas era que de tanto en tanto en alguna crecida el rio se las llevaba, luego de lo cual ellos volvían a levantarlas con lo que podían recuperar.

En contadas ocasiones Juan llevaba a algunas de las chicas a las islas. A ellas no les entusiasmaba el cruce del río desde que una vez lo hicieron y se levantó un fuerte viento que hizo la travesía algo peligrosa. Preferían estar con la tía Irma y ayudarla en sus tareas.

En una ocasión vinieron a hospedarse en el Hotel unos músicos que venían de San Luis del Palmar. Era un grupo musical formado por el padre, Don Rolando Benítez, dos de sus cuatro hijos, Ramón y Luis y un sobrino, llamado Dalmacio, todos muy educados y de buena presencia. Eran hacendados con un buen pasar donde la música ocupó siempre un lugar predominante en la familia desde que el abuelo materno que fué maestro de música y tuvo un negocio en la ciudad de Corrientes con venta de instrumentos musicales y todo lo que pudiera necesitar un músico, les enseñara a tocar y también a querer la música litoraleña.

Ellos escucharon cantar a Isabel y quedaron gratamente impresionados por lo vibrante de su voz, la frescura de su juventud y su manera de cantar. De ahí en adelante se juntaban todas las tardes a practicar bajo un enorme árbol en la casa de Doña Cata y a enseñarle a Isabel cómo cantar acompañada por ellos. Le habían propuesto a la madre que ella pasara a formar parte del grupo. Isabel sólo tenía 16 años, aunque aparentaba más. Al mismo tiempo Dalmacio comenzó a cortejarla. A Isabel le gustaba cantar y también le gustaba Dalmacio.

Todos en el grupo podían tocar cualquiera de los instrumentos del cuarteto, pero ninguno se animaba a cantar, así que Isabel vino a llenar ese espacio vacío. A Don Rolando se le ocurrió que podían armar un escenario para actuar en el gran comedor del Hotel. Irma los dejó organizarse y un Sábado se presentaron como “Los Sanluiseños” con su vocalista: Isabel, “La nueva voz del Litoral”.

El público esa noche consistió mayormente de gente de la vecindad, un par de periodistas locales y un ejecutivo de LT7 Radio Corrientes, que tenía su edificio por la calle Ayacucho, al lado del negocio del padre de Antonio, que se encargaron de divulgar las bondades del Conjunto. La consumición de empanadas, sandwiches, bebidas y refrescos fué suficiente para justificar la iniciativa, que se prolongó por un tiempo. En cada presentación el público era cada vez más numeroso y entusiasta. Isabelita como empezaron a llamarla desde entonces, era muy aplaudida, ganando confianza y superándose en cada actuación. Comenzaron a llegar las invitaciones para actuar en programas de radio y en grandes salones de baile de la ciudad, llevando numeroso público a todas sus presentaciones.

Los cinco se llevaban muy bien y Don Rolando repartía las ganancias equitativamente lo cual sirvió para convencer a Doña Cata de la conveniencia de permitir que su hija se uniera al grupo. Dalmacio era el más desenvuelto y además de tocar muy bien la guitarra, era el presentador, animador y el que recitaba los versos de algunas de las canciones del repertorio del conjunto. Se enamoró de tal manera que cuando el romance entre él e Isabelita ya era muy visible y tórrido, pidió su mano y se convirtió en su novio oficial.

Comenzó a hacerse sentir la fatiga por tantos compromisos y actuaciones continuadas y decidieron volver a su pueblo. Vendrían a la ciudad cuando fuera necesario, a cumplir compromisos pre-establecidos más los que consiguiera su representante y nada más. Unos días antes de partir Isabel y Dalmacio con el consentimiento de Doña Cata, se casaron en la Capilla de Santa Rosa de Lima de la avenida 3 de Abril que se colmó de gente para la sencilla ceremonia, por la popularidad de Isabel y del Cuarteto.

El día de la partida improvisaron una actuación final en la Plaza Libertad que estuvo muy concurrida. Alberto, propietario de un taller de reparaciones de radios y otros artefactos del hogar frente a la Plaza, les facilitó los parlantes que él utilizaba para hacer propaganda por el barrio. Los músicos tocaron lo mejor de su repertorio hasta que el trencito con su silbato les anunció la inminencia de la partida. Guardaron sus instrumentos y entre abrazos y “sapucais” del público subieron al tren. Muchos jóvenes entusiastas los acompañaron corriendo a la par del trencito, que marchaba a media máquina, desde el andén de la estación hasta pasando el Puente Liberal y el Lawn Tennis Club, para luego regularizar su marcha lanzando al aire su estridente silbato perdiéndose de a poco en la distancia.

Doña Cata empezó a concurrir al hipódromo donde casi siempre terminaba perdiendo buena parte del salario que Juan y Zeppi traían a la casa. Le gustaba el ambiente festivo, la emoción y la gritería del público al llegar los caballos al disco, pero sus chances de ganar algún dinero allí eran muy pocas por la total ignorancia de todo lo que rodeaba a ese mundo incomprensible para ella de las apuestas. Elegía el caballo por el que quería apostar por los colores de la chaquetilla de los jockeys. Para no ir sola se acostumbró a llevar a María Luisa que acababa de cumplir 18 años y se sentía muy halagada cuando los hombres la felicitaban por la belleza y gracia juvenil de su hija. Ya algunos la saludaban con un “–¿Cómo le va?… mi querida suegra!”

Uno de esos Domingos conoció a Marco Marola, un contratista de obras para la construcción también aficionado a las carreras de caballos, que ganó bastante dinero apostando ese día con los datos que le proporcionaban sus amigos del ambiente turfístico local. Lo festejó en el Restaurant del hipódromo invitando a Catalina a quien vió acongojada por las pérdidas sufridas y a su hija Maria Luisa. Le gustó la muchachita y aprovechó la situación para cortejarla.

Marco era un italiano bien parecido, alto, de rojizo cabello ensortijado y penetrantes ojos verdes. Tras la última carrera compró un matambre entero en el restaurante, un par de botellas de vino, una bolsita de hielo y las llevó a ambas hasta la casa en su camioneta. Comieron y bebieron hasta que el vino comenzó a surtir efecto. Doña Cata tras mucho beber se quedó dormida con la cabeza sobre los brazos apoyados en la mesa. Maria Luisa que nunca había bebido, no podía contener la risa. Se reía de todo lo que hacía y decía Marco. Este comenzó a abrazarla y ponerle en la boca vasos de vino fresco con rodajas de limón, hasta quedar ella sin voluntad de ofrecer ninguna resistencia a sus avances. Ardientes besos en las manos, brazos, cuello y en la boca. La muchachita empezó a sentirse mujer y a gozar de las sabias caricias del hombre que la tenía a su merced. El la poseyó cuántas veces quiso mientras ella completamente sometida murmuraba el nombre de Antonio entre quejidos de dolor y de placer. Antes de retirarse la tapó con una sábana, se subió a su camioneta y se marchó.

Doña Cata despertó súbitamente con deseos de vomitar, se dirigió corriendo a una parte del patio que era de tierra y lo hizo. Luego regresó y vió a su hija durmiendo desnuda en la cama. Intuyó lo que había sucedido y no sabía si enojarse o celebrarlo ya que Marco le agradaba y si prosperaba algún tipo de romance, indudablemente esto mejoraría su situación económica.

Juan y Zeppi regresaron esa noche más tarde y un poco más borrachos que de costumbre. Zeppi se fué tambaleando hasta el fondo de la propiedad donde abrió su catre de lona plegable y se durmió de inmediato. Juan se tuvo que aguantar la andanada de improperios de Doña Cata, porque volvieron borrachos y porque no habían traído ningún pescado que al parecer dejaron olvidado en la casa del primo, tras lo cual lo echaron afuera y le cerraron la puerta. Se acomodó entonces junto a su hermano en el catre y durmieron hasta que el sol dándole en la cara los despertó. Tomaron un par de mates cada uno y se fueron a trabajar. El dueño de la fábrica de fideos donde trabajaban sabía que los lunes ellos llegaban siempre tarde, así que ya no perdía tiempo reprochándolos. Simplemente les descontaba el tiempo perdido del sueldo a ambos.

Maria Luisa fué a su esclavizante trabajo de mucama, mandadera y niñera. Uno de los muchachos de la familia que la empleaba se había tomado la costumbre de manosearla y tratar de besarla, lo que le molestaba mucho, pero no podía quejarse por temor a que la despidieran. Trataba de no encontrarse con él a solas y andaba por la casa haciendo sus tareas y esquivándolo.

Cuando se presentaba la ocasión durante el día comía algún bocado que había quedado de sobra en la mesa o en la cocina y que los patrones destinaban a la basura. Tenía una idea vaga de lo que le había ocurrido el día anterior. Estaba mareada y sentía que algo había diferente en las partes más íntimas de su cuerpo que la tenía incómoda e inquieta. Estaba dominada por un sentimiento de vergüenza y sentía una voz interior que parecía gritarle a su conciencia que había traicionado a su querido Antonio. Temía encontrarlo en el camino de regreso a su casa esa noche, porque no sabría como contarle lo que le había ocurrido el día anterior, así que lo hizo por una calle diferente a la que acostumbraba a utilizar.

Al cruzar la Plaza Cabral se sentó en un banco, no pudo aguantar la congoja que la consumía y poniendo su rostro entre las manos comenzó a sollozar. Pasaron varios minutos y de pronto sintió que le hablaban. Era un hombre que paseaba un perrito el que al verla llorando tan desconsoladamente se detuvo a preguntarle qué le pasaba. Ella se levantó como para irse pero se enredó con la correa del perrito y a punto de caer alcanzó a sostenerse en los brazos del hombre que trataba de calmarla con voz serena y pausada. Se acurrucó entre sus brazos y le contó en parte lo que le pasaba y de su temor de regresar a casa donde seguramente su madre la castigaría severamente.

El le dijo que se llamaba Giorgio Palmieri y tenía una hija de su edad y que podía, si quería, pasar la noche en su casa distante sólo un par de cuadras de allí. Ella se dejó convencer por la sinceridad y confianza que le inspiraba este hombre, aceptó la invitación y caminaron hasta la vivienda. Era una casa antigua pero muy bien conservada con un jardín florido en el frente; acomodaron un sofá cerca de la cama de la hija del señor Palmieri que se llamaba Roxana. Esta le prestó ropas para que se pudiera bañar y cambiarse y ambas conversaron un largo rato antes de dormirse, con ¨Peluche¨, el perrito de Roxana durmiendo en una alfombra entre ambas. Esta le comentó que acababa de cumplir los 18 años, que estaba de novia con un muchacho de Resistencia que se llamaba Francisco y que pensaban casarse apenas él concluyera sus estudios en la Escuela para Maestros, en unos pocos meses. El ya tenía asegurado un puesto de trabajo en Corrientes y vivirían al principio en la casa paterna. María Luisa le contó que su pretendiente-novio también se recibiría de la Escuela de Comercio para esa fecha.

Se levantaron un poco tarde y María Luisa fué corriendo a su lugar de trabajo para encontrarse con la señora de la casa furiosa por la tardanza, que la despidió sin miramientos y sin ninguna promesa de pagarle nada. Esta fue la gota que colmaba el vaso de sus amarguras. Desesperada cruzó la Avda. Costanera con toda la intención de tirarse al río y terminar con su desgraciada existencia de una vez.

En esa parte de la costa había una playa y para encontrar aguas profundas tendría que caminar un largo trecho por el Paseo que circundaba la Costanera que estaba hermoso, con los lapachos y otros árboles en flor, pero que ella no podía apreciar por la angustia que sentía en ese momento.

De pronto de esos floridos árboles surgió el estridente trinar y revolotear de algunos pájaros. Era tal el alboroto que producían que ella se detuvo un momento a observarlos y a escuchar. Maria Luisa aspiró profundamente la fresca brisa que venía del ancho río, observó el magnífico panorama que tenía ante su vista y a los pájaros que parecían querer decirle: ¡Vamos!…que la vida es linda y vale la pena vivir!… Desechando la idea del suicidio volvió rápidamente a la casa de Roxana y desayunaron juntas. Luego fueron hasta el lugar de trabajo de su padre, que era dueño de una zapatería y tenía un bien ubicado local por la calle Junin. El las vió llegar y las recibió con una amplia sonrisa y un abrazo. Luego de escuchar lo del despido le dijo a Maria Luisa: –No te preocupes. Puedes trabajar aquí si quieres. Ya nos arreglaremos. Pero antes que nada tenemos que ir a hablar con tu madre.

Concluída la jornada laboral, donde el Sr. Palmieri había comenzado a enseñarle a María Luisa lo que había que hacer, cerraron el local, cenaron lo que su hija Roxana había preparado y los tres subieron al automóvil que estaba en el garage rumbo a la casa de Doña Cata. Esta al ver llegar a su hija en auto y acompañada disimuló su enojo y escuchó con atención la propuesta del hombre. María Luisa trabajaría en la zapatería y viviría en la casa del Sr. Palmieri haciéndole compañía a su hija. Vendría a visitar a su madre cuando quisiera y le traería parte de sus ganancias para ayudarla con el mantenimiento de la casa. Doña Cata puso algunas condiciones y al final aceptó la propuesta.

Cuando se aprestaban a subir al auto para volver al centro María Luisa alcanzó a ver casi en las sombras la silueta de una bicicleta y un muchacho al que reconoció a pesar de la oscuridad. El corazón le dió un brinco y tuvo que hacer un esfuerzo para no correr a su lado. Subieron al auto y tomaron por la calle Ayacucho con la bicicleta siguiéndolos de cerca. El Sr. Palmieri lo notó y al llegar a su casa estacionó el vehículo y se acercó al ciclista que estaba ya en su vereda. Le preguntó quién era y cual era el motivo de su seguimiento. Las chicas estaban cerca y alcanzaron a oír que Antonio con voz clara y firme le decía al Sr. Palmieri que él era el pretendiente de María Luisa y que por no haberla visto en los días pasados necesitaba hablar con ella para saber qué estaba pasando.

El Sr. Palmieri comprendió de inmediato la situación, invitó al muchacho a pasar y ya sentados en el jardín trasero de la casa mientras tomaban un refresco lo escuchó atentamente. Antonio le dijo que hacía tiempo que pensaba pedirle la mano de María Luisa a su madre, doña Cata, pero que no lo había hecho todavía porque no había buena relación entre ambos y temía que ella lo rechazara. Le contó que estaba construyendo y estaba casi terminando una vivienda dentro del terreno donde su padre tenía el negocio para vivir allí con María Luisa una vez casados. La conversación continuó por un largo rato y Antonio cuando pudo se acercó a María Luisa, se sentó junto a ella y la rodeó con sus brazos reconfortándola cuando ella no pudo reprimir el llanto y la lágrimas le inundaban la mejilla.

El terreno del que hablaba Antonio, tenía el frente sobre la calle Ayacucho con más de 80 metros de largo y se extendía hacia el fondo hasta la calle San Martín. El le propuso a su padre vender una parte del mismo para comprar un camión usado. Así lo hicieron y entre él y dos primos que tenían un taller mecánico lo pusieron a punto para usarlo en el reparto en lugar del carro y el caballo. A los productos que podían distribuir y vender le agregaron jabones y aceites al por mayor junto a los ya establecidos de papas, ajo, cebollas, carbón y leña. Con el camión funcionando emplearon a un peón para la carga y descarga de los productos que comercializaban y todo parecía marchar sobre rieles.

Con el apoyo del Sr. Palmieri consiguieron convencer a Doña Cata que aceptara las relaciones de ambos jóvenes que era evidente que se querían y esto multiplicó el entusiasmo y empeño de Antonio en el desarrollo y progreso del negocio y en sus atenciones hacia la mujer que amaba.

Roxana y Francisco fijaron fecha de bodas y el Sr. Palmieri les propuso a María Luisa y Antonio celebrar una doble boda. El les saldría de padrino y correría con los gastos de la fiesta. El padre de Antonio les regalaría los muebles. Finalmente todo fué aceptado y se realizó de acuerdo a lo planeado. Se casaron en la Iglesia Catedral de la ciudad y pasaron su luna de miel en las Cataratas del Iguazú.

A su regreso María Luisa tomó las riendas del hogar y además de sus tareas en la casa ayudaba eficientemente en el negocio. El padre de Antonio se iba retirando paulatinamente del manejo de la empresa que ya era administrado en su totalidad por su hijo y vivía en una casa quinta cerca del río en Molina Punta.

Mariela se recibió de maestra y daba clases en la Escuela 30. Estuvo de novia varios meses con un colega con el que se casó y fueron a vivir a la casa de la calle Velez Sarsfield, ampliada, junto a Doña Cata. Antonio estaba tan atareado y era tan feliz que nunca tuvo tiempo, ni ganas, de preguntarse porqué su primogénito al que habían bautizado Marco Antonio, nació tan pronto y tenía ojos verdes y el pelo rojizo y ensortijado. Y le pareció razonable lo que oyó decir por ahí de que eso ocurría a veces con los sietemesinos.

Pero Doña Cata le había comentado a su vecina Doña Florenciana lo ocurrido aquel Domingo cuando Marco Marola las trajo en su camioneta desde el Hipódromo y ésta a su vez se lo contó a su hija Clotilde. Ellas tenían la certeza de saber de quién era el hijo de Maria Luisa. Clotilde siempre tuvo celos y envidia de la popularidad y aceptación de que gozaba Maria Luisa y ahora con lo que su madre le había contado sintió que tenía un arma de mucho poder en sus manos y que utilizándola en el momento apropiado podía acabar con la armonía y felicidad del matrimonio de Antonio y Maria Luisa. Pero quería que su venganza alcanzara tanto a ellos dos como también a Marco Marola porque éste la ignoraba, no prestando atención a sus poco disimuladas insinuaciones cuando se veían al pasar en las visitas de éste a la casa vecina.

Marco venía casi todos los Domingos trayendo a su casa a Doña Cata con la que compartía buenos momentos en el Hipódromo donde ella era una compañera alegre y divertida. Ya para entonces dejó de elegir los caballos por la chaquetilla de los jockeys y con los buenos datos que Marco Marola le proporcionaba se podía dar el gusto de ganar algún dinero con sus apuestas. Luego de una liviana comida en el Restaurant del Hipódromo terminaban la jornada en la cama donde ella lo complacía en todo lo que él quisiera. Juan y Zeppi casi siempre volvían a la casa tarde y borrachos.

Tanto el baño de Doña Cata como el de su vecina Florenciana estaban en el fondo de la propiedad y tenían a un costado una ducha parcialmente cubierta con una lona corrediza. Uno de esos Domingos Marco fué al baño y notó que en el de al lado Clotilde estaba desnudándose como para bañarse con la cortina parcialmente descorrida y en actitud abiertamente provocativa. Marco no necesitaba más que eso. Saltó el alambrado tomó a Clotilde por su larga cabellera y en un santiamén la puso en posición de poseerla.

Ella no opuso resistencia al principio pero de pronto cambió su actitud y comenzó a lanzar pedidos de ayuda y socorro a los gritos, llamando la atención de Doña Cata y de todos los que estaban reunidos en la casa de Doña Florenciana los que acudieron prestamente en el momento justo que Marco eyaculaba y a la vez trataba de alejarse subiéndose los pantalones y pasando por sobre el alambrado. Escapó como pudo en medio de los insultos de todos, menos de Doña Cata que culpaba, también a los gritos, a Clotilde, adjudicándole a ella toda la culpa de lo sucedido, armándose un vocerío descomunal de uno y otro lado del alambrado. Marco escapando a la carrera, seguido de cerca por uno de los hermanos de Clotilde, tomó al pasar las llaves y escapó del lugar con su camioneta luego de un forcejeo y algunas trompadas lanzadas por su perseguidor.

El incidente y los comentarios, algunos distorsionados y/o aumentados en proporción, según la fantasía de la que lo contaba, se corrió como reguero de pólvora por todo el vecindario. Ya con anterioridad las vecinas murmuraban sobre las visitas de Marco a Doña Cata los Domingos en ausencia de Juan y su hermano, ocupados como siempre con la pesca hasta la noche y esto venía a confirmar las suposiciones de las malas lenguas del lugar.

Entre los comentarios de los días subsiguientes resurgieron con más fuerza lo de la posible paternidad de Marco del hijo de Maria Luisa que ya Clotilde se había encargado de divulgar. Tanto que llegó a oídos de Antonio quien inmediatamente le exigió explicaciones a Maria Luisa. Ella, como cuando ocurrió la violación, tampoco esta vez, encontró la forma adecuada de decírselo a él de manera que pudiera comprender lo que le había pasado, así que con el corazón oprimido por la angustia solo alcanzaba a llorar desconsoladamente.

Antonio tomó esta actitud de ella como aceptación de lo que las vecinas comentaban y sumido en el desconcierto y la sorpresa que esto le causaba, sumado a su orgullo de varón herido, se encerró en un silencio condenatorio sin saber que hacer por varios días hasta que por las obligaciones del negocio tuvo que salir de su estupor y consternación. Poco a poco fue recuperándose tratando de volver a la normalidad ocultando su dolor y rabia. Maria Luisa, que se mudó al cuarto que habían construído para Marco Antonio también se sumó a la actividad y volvieron a la rutina cotidiana pero sin hablarse.

El siguiente Domingo, cuando Doña Cata y Marco se encontraron en el Hipódromo él se enteró de lo que estaba ocurriendo con Antonio y Maria Luisa. Pese a sus extravíos donjuanescos tenía buenos sentimientos y reconociendo su culpabilidad sintió la necesidad de encarar las consecuencias de sus actos especialmente éste que estaba destruyendo la vida de una persona inocente. Al día siguiente fué a ver a Antonio y hablaron de hombre a hombre. Le dijo que él era el único responsable de lo sucedido y que estaba dispuesto a hacer lo necesario para reparar el daño causado.

Antonio lo escuchó, con llamas de furia en sus ojos y haciendo un gran esfuerzo para no echarlo a golpes de su negocio, pero luego de una larga discusión y casi convencido de la sinceridad y el genuino arrepentimiento de su interlocutor fué paulatinamente disminuyendo su enojo. Se disipó el gran peso que se había adueñado de su corazón y de a poco se fué derritiendo el hielo del despecho y el fuego de la ira que lo había estado consumiendo hasta ese momento. Cuando Marco se retiró Antonio fué a buscar a Maria Luisa que estaba atendiendo al niño en su habitación. Ella lo vió entrar con los ojos llenos de lágrimas y una mirada que imploraba perdón y comprensión. El se acercó y sin saber qué decir, vencido por esa suplicante mirada, los abrazó con mucha ternura, experimentando algo que nunca antes le había ocurrido hasta entonces. Era una lágrima rebelde que rodaba por su curtida mejilla, permaneciendo ambos abrazados por un largo tiempo.

Clotilde se casó pero no tuvo mucha suerte con el compañero de vida que le tocó, el que luego de los meses que duró la luna de miel se convirtió en un monstruo que la maltrataba constantemente, especialmente cuando bebía, cosa que ocurría con frecuencia, hasta que un día cuando bajaba de un transporte público muy borracho cayó bajo las ruedas del mismo falleciendo en el acto. Algún tiempo después Clotilde se juntó con un estibador que trabajaba en el puerto de Barranqueras y se fué al Chaco a vivir con él y no se la vió más por el barrio.

Hubo otro hecho trágico que conmovió profundamente a todos los vecinos de la calle Velez Sarsfield. Juan y Zeppi murieron ahogados una noche en que los sorprendió una fuerte tormenta cuando estaban pescando en el medio del río. La canoa se volcó y la correntada los llevó lejos de la misma perdiendo la vida entre el torrentoso caudal de las aguas embravecidas. El primo sobrevivió manteniéndose a flote tomado de la soga de la canoa semisumergida hasta que lo recogieron otros pescadores al día siguiente después que pasó la tormenta.

Para ese entonces Marco Marola conoció a una muchachita alegre y muy popular en el Hipódromo al que ella concurría frecuentemente con una prima. Se llamaba Sabrina y era la única heredera de una cadena de tiendas con sucursales en toda la Mesopotamia, que acostumbraba a jugar fuerte ganando y perdiendo mucho dinero en sus apuestas sin parecer importarle demasiado cuando perdía y celebrando estrepitósamente cuando ganaba.

Marco se había forjado una buena posición económica con su trabajo y conexiones en el ámbito empresarial de la ciudad y de la provincia. Los Domingos en el Hipódromo apostaba y ganaba fuerte, pero siempre con la ayuda de los “datos” precisos que le daban sus amigos del círculo íntimo del Hipódromo: jockeys, cuidadores y propietarios de caballos, con una buena proporción de aciertos y muy buenas ganancias en general, que sus amigos se lo daban con la condición de que estos “datos” fueran para su uso exclusivo y no los divulgara. El cumplía estrictamente con este requisito y siempre retribuía con generosas propinas a los que se los proveían.

Un día que estaba en la corta fila de la ventanilla para apostar por un caballo que no era el favorito para esa carrera, notó cerca suyo a Sabrina que parecía querer apostar al mismo caballo, la que luego cambió de parecer y se fué a la fila de otra ventanilla. El dejó de lado su reserva habitual, la llamó discretamente y le dijo por lo bajo: –Vení… Apostále a éste… Es “fija”… No puede perder… Ella se quedó a su lado y apostó fuerte como era su costumbre. El caballo ganó, pagó buen dividendo y ella lo celebró alborozadamente abrazando a Marco y dándole un prolongado beso en la boca.

Sabrina era muy abierta y efusiva y estaba acostumbrada a tomar la iniciativa en todas sus ya numerosas aventuras amorosas. Era audaz y muy atrevida, podría decirse que era algo así como la versión femenina y aumentada de Marco. Este se dejó arrastrar por ese torbellino de mujer que lo envolvió y acaparó por completo. A pesar de los evidentes defectos de la muchacha y los consejos en contra de los amigos, se enamoró de ella y comenzó a cortejarla. Se inició así un romance lleno de peripecias y encontrados momentos de placer y de amarguras. Una nueva situación para él inédita y que tenía un destino final imprevisible. Para ella era una aventura más con final abierto, como a ella le gustaba.

Marco conoció y trató a los padres de Sabrina, que eran descendientes de una familia de  inmigrantes rusos, que se habían establecido ya por varias generaciones en diferentes lugares de la Mesopotamia, a quienes luego de algún tiempo, les pidió formalmente su mano. Ella por su parte aceptó ser su novia oficial pero sin comprometerse de ninguna manera a cambiar su estilo de vida. Le dijo abiertamente que tendría que aceptarla como era, independiente, caprichosa, infiel y que no podrían tener familia por una intervención ginecológica que tuvo cuando era aún adolescente. Marco aceptó sus términos porque estaba realmente muy enamorado y también porque pensó que tal vez una vez casada ella podría sentar cabeza y entre ambos llevar una vida normal. La boda se realizó con gran pompa y esplendor en la Iglesia Catedral de la ciudad de Corrientes, concurriendo a la misma y a la subsiguiente Fiesta de Gala, que se realizó en el Lawn Tennis Club, las más distinguidas personalidades de la sociedad correntina.

A Marco su enlace con Sabrina le trajo el plus de relacionarse con las más influyentes familias del área, lo cual benefició mucho a su empresa constructora. La prima de Sabrina, llamada Natalia, su mejor amiga y confidente, era hija de un magnate, dueño de hoteles y restaurantes en lugares de turismo de la zona, el que le encargó, luego de conocerlo un poco más y escuchar recomendaciones sobre la profesionalidad de Marco, la construcción de un hotel en los Esteros del Iberá. Este hotel era parte de un proyecto conjunto entre el Gobierno Provincial y algunas empresas particulares para promover el turismo hacia los Esteros, el segundo más grande cuerpo de agua fresca del mundo, sólo superado por el Pantanal en Brasil y que comprendía una buena parte del territorio de la provincia de Corrientes.

Los esteros aún permanecían casi vírgenes y son uno de los lugares más importantes en América del Sur para la observación de la fauna y las aves de la región. En los terrenos adyacentes al Aeropuerto de la ciudad se proyectaba construír un importante Centro Comercial, la parada de Omnibus de Larga Distancia y la estación del trencito “El Económico” que tenía en construcción en una fábrica de Holanda unos coches especiales de cómodos asientos, con ventanas panorámicas y vagones para equipajes con el que se ofrecería a los visitantes un “tour” de los Esteros. La Dirección Provincial de Vialidad se encargaría de la construcción de los caminos y vías de acceso. La Empresa propietaria del tren “El Económico”, constituída por miembros de las familias más importantes de la ciudad, construiría un ramal que uniría Plaza Libertad con una parada en la Terminal de Transportes donde los turistas que llegaran en avión tomarían el tren para llegar hasta el Centro Cívico de los Esteros donde se estaba construyendo el Hotel, la estación terminal del tren y algunos edificios del Gobierno de la Provincia alrededor de una plaza.

El Proyecto comenzó a realizarse y durante la construcción del Hotel Marco vivía cerca de la obra en los Esteros toda la semana, en una de las propiedades que su padre le había regalado a Natalia, llamada “La Hacienda”, volviendo el Domingo a la ciudad, para almorzar con la familia y luego concurrir al Hipódromo con Sabrina, Natalia y su novio. Natalia aprendió a cabalgar desde muy niña y se crió rondando las caballerizas. En una de ésas fue que conoció a su actual prometido, Fernando Aristizábal, también hijo de hacendados. En “La Hacienda” se criaban caballos de carrera que luego competían en los Hipódromos del país, para que luego de ganar algunas carreras o algún importante premio eran vendidos generalmente a muy buen precio ya sea localmente o al exterior.

Natalia recorría los esteros montada en algunos de sus caballos preferidos, a veces en partes donde los esteros tenían bastante profundidad lo que obligaba a los caballos a nadar. Así fué que se decidió a entrenar a una docena de ellos, para hacer ésto con los turistas que quisieran intentarlo con ella y su novio Fernando a la cabeza. También entrenó a algunos peones elegidos especialmente de entre el personal de “La Hacienda” para acompañarlos en canoas a lo largo del trayecto. La idea tuvo muy buena acogida y se hizo popular entre los turistas de todas las edades y de todo el mundo que visitaban los esteros.

El Domingo al finalizar la reunión hípica Natalia y Fernando venían a la casa de Antonio y Maria Luisa, que habían remodelado su vivienda construyendo un amplio comedor-cocina y acogedor living con una enorme chimenea que proveía a toda la casa de calefacción en invierno. Maria Luisa los esperaba con una opípara cena. En ocasiones especiales encargaban la comida a una Rotisería ubicada casi en frente del negocio de ellos de propiedad de Ramón Albornoz, a quién ellos conocían desde la infancia. Luego de la cena los hombres se entretenían jugando al truco, un juego de cartas en el que jugaban en pareja: Albornoz y su primo contra Marco y Antonio en la glorieta de un amplio jardín bien iluminado por el sol del crepúsculo. Las damas se reunían a conversar, a ver películas o novelas, mientras tejían o bordaban en el living de la casa. La esposa de Albornoz era la que les enseñaba estas labores que las mantenía ocupadas hasta la hora de volver a casa.

A todos los amigos y familiares les agradaba el cálido ambiente y la tranquilidad que reinaba en ese hogar donde Marco Antonio creció feliz rodeado por el amor y las atenciones de prácticamente dos sets de padres. Y como en aquellos cuentos con final feliz también llegó la redención tanto de Sabrina que dejó de ser la muchachita alocada y sin frenos que fuera hasta entonces como la de Marco Marola que dejó para siempre sepultado en el pasado sus aventuras donjuanescas para convertirse ambos en una pareja estable y muy querida por todos los que los trataban.

Para Sabrina, Marco Antonio era el hijo que ella nunca podría tener. Lo mimaba como propio y Marco Antonio correspondía con creces dándoles a Sabrina y a todos ellos motivos para quererlo cada día más. La felicidad del hogar de Antonio y María Luisa se vió bendecido un par de años después con la llegada de una muchachita vivaracha y juguetona a la que bautizaron Isabella. Ella era la constante compañera de María Luisa en sus tareas hogareñas y el varón el fiel ayudante de su padre en el negocio que creció con el tiempo, llegando a ser Marco Antonio uno de los más influyentes comerciantes de la ciudad.

En sus últimos años Antonio y María Luisa dejaron el negocio familiar en manos de Marco Antonio y se retiraron a vivir a la propiedad que había sido del abuelo. Marco y Sabrina se fueron a vivir a una posada que edificaron en los esteros, donde eran vecinos de “La Hacienda” de Natalia y Fernando, compartiendo la atención con otros comerciantes y autoridades locales de los numerosos turistas que venían de todo el mundo a visitar los Esteros.

Fernando fué Intendente del lugar por varios períodos y a él se debe en gran parte los progresos edilicios y de comodidades que se brindaban a los turistas. Hizo construir un Parque y Balneario Municipal en una sección arbolada y con una playa natural de suave declive, un Hipódromo donde se realizaban reuniones hípicas los fines de semana y en ocasiones especiales presentaciones musicales y de espectáculos teatrales, cinematográficos y desfiles de comparsas en la época de Carnaval y consiguió que la Corporación que manejaba los intereses del trencito “El Económico” extendiera sus servicios llegando con uno de sus ramales hasta las imponentes Cataratas del Iguazú en la frontera de Brasil y Argentina.

También introdujo mejoras en el pequeño y muy bien cuidado cementerio de los esteros donde se destacan dos mausoleos con paredes de mármol blanco, uno al lado del otro y donde descansan en medio de la serenidad del lugar los restos mortales de Marco y Sabrina en uno y muy cerca, casi pegado a éste, los de María Luisa y Antonio. En las puertas de bronce de ambos hay una foto de los cuatro de cuando eran jóvenes y le sonreían a la vida y la vida les sonreía a ellos.