
@Damian Barrios
Estaba por cumplir 18 años de edad, había aprobado el curso completo de Maestro de Tipografia en un Colegio de Artes y Oficios en Almagro, Buenos Aires, de la Orden de Don Bosco, que contaba con muy buenos profesores venidos de Turin, Italia, en todos los oficios que se enseñaban allí: mecánica, carpintería, sastrería, artes gráficas, herrería, decoración, etc.
Eramos “pupilos”, lo que significaba que éramos “alumnos internos”. Pasábamos todo el año dentro del colegio, en un régimen semi-militar. Levantarse a las 6 de la mañana, hacer las camas, vestirse con el uniforme gris oscuro de taller, asistir a misa, desayuno, recreo y taller hasta el mediodía. Luego almuerzo, recreo de una hora, donde jugábamos al fútbol con pelotas de goma Nro. 3, en dos grandes patios, que resultaban chicos, porque éramos más de quinientos. Era lo mejor del día aunque recibíamos más de un pelotazo a veces en plena cara por la aglomeración de pupilos y pelotas. Esto en invierno era particularmente doloroso porque te quedaba la cara ardiendo por un rato largo.
Al término del recreo venían las clases, hasta las 5 de la tarde. Merienda y luego estudio, hasta las 8 de la noche, tiempo que utilizábamos para estudiar y realizar las tareas para el día siguiente. Finalizando la jornada con cena, plegaria, sermón en uno de los patios y a dormir.
Teníamos 15 días de vacaciones en Febrero donde podían ir a casa, los que la tenían, que no eran muchos. Casi todos éramos provincianos desarraigados, hijos de padres separados ó huérfanos. Una buena cantidad de nuestros compañeros pupilos provenían de la Europa de post-guerra. Había italianos, españoles, polacos, yugoeslavos, ucranianos, croatas, etc.
Ya tenía un lugar para trabajar cuando volviera de mis vacaciones y mi madre como premio a las buenas calificaciones obtenidas, me dió permiso para pasarlas en la casa de mi padre en una provincia de la que somos oriundos.
Mis padres se separaron luego del nacimiento de mi hermana, un año y medio menor que yo. Mi madre se fué a Formosa donde consiguió trabajo en una zapatería. Mi padre era plomero y capataz de obras, además de ser bien parecido y tenía novias, amantes e hijos por doquier.
Luego de un par de años en Formosa mi madre se radicó en Buenos Aires donde consiguió una beca para mí y mi hermana a la que inscribió en el Colegio María Auxiliadora, frente a mi colegio cruzando la calle Yapeyú en el Barrio de Almagro.
Ella alquilaba una pieza a unas tres cuadras de nuestros colegios. Tenía dos trabajos, uno de tiempo completo en la fábrica de pelotas Superball situada casi enfrente de donde vivía por la calle Adolfo Berro y otro de parte de tiempo, trabajando algunas horas en determinados días de la semana y el Sábado todo el día en la Sastrería Militar en Palermo, donde se confeccionaban uniformes para los conscriptos del Ejército Argentino.
En aquél tiempo de mis vacaciones de post-graduado mi padre vivía con una joven concubina que ya le había dado dos niñas en una buena casa por la calle Colombia, con mucho terreno que usaba en partes para plantar vegetales, cerca de las vías del Ferrocarril, el que luego de cruzar un puente, un par de cuadras más adelante, terminaba su recorrido en un amplio edificio que llamaban «La Terminal», con mucho terreno alrededor, donde había talleres, galpones, espacio para maniobras, etc.
También había en el rincón más lejano sobre una elevación del terreno, una gran fosa construída de cemento armado que se usaba para lavar los coches del tren. Un par de molinos de viento proveía el agua que al llegar a determinada altura desbordaba por la ladera de la meseta donde estaba emplazada hacia un arroyo que pasaba por debajo del puente para desembocar en el río después de un largo recorrido.
En esos dias de verano cuando no se estaban lavando coches los chicos del barrio lo usaban como pileta de natación y lugar de esparcimiento.
Allí se bañaban desnudos, niños y niñas como de 8 hasta 14 ó 15 años, sin ninguna supervisión de adultos, jugando en el agua, nadando los que podían hacerlo en la parte del medio de la fosa donde la profundidad alcanzaba a algo más de un metro y también practicando sexo a la vista de todos.
Las chicas eran mayoría. Algunas de ellas buscaban abiertamente la atención de los pocos varones que había, recostándose al borde del agua abriendo y cerrando las piernas provocativamente e invitando por su nombre a alguno en particular.
Tuve oportunidad también de ver algo así como un rito de iniciación a la vida sexual, que consistía en desflorar a las niñas vírgenes. De esto se encargaban algunas de las mayorcitas que sostenían a la candidata a iniciar mientras el encargado del himeneo hacía su “trabajo”. Luego de desflorarla y penetrarla éste sacaba su largo y delgado pene y rociaba de semen a todas las que estaban alrededor que escapaban sumergiéndose y chapoteando en el agua en medio de risas y jarana, para luego continuar como si nada hubiera pasado. Me quedó la impresión de que las candidatas a ser “iniciadas” sabían de antemano lo que iba a suceder porque la resistencia era mínima y las protestas parecían como de protocolo.
Pese a la indignación que esto me causó comprendí que en el par semanas de mis vacaciones no había nada duradero que pudiera hacer ya que esto parecía ser una costumbre establecida del lugar. Lo comenté con mi madrastra y la respuesta fué de que las chicas no le daban mucha importancia a la virginidad y que una vez iniciadas se sentían más libres y dueñas de la situación en cuanto se presentara una relación con el sexo opuesto. Así que lo dejé ahí sin más comentarios.
La propiedad lindera con el costado izquierdo de la casa de mi padre tenía bastante terreno y había allí dos casas habitadas por las familias de dos hermanas que tenían una hija adolescente cada una. La chica del frente se llamaba Teresa y la de la casa de atrás Nilda.
En la casa que daba a los fondos había otra familia compuesta por la madre, dos hijos varones que trabajaban todo el día fuera de casa y una chica con muy buenos atributos físicos a la que llamaban “Chonga” que al parecer estaba a cargo de las tareas y el manejo de la casa.
Al lado de ellos había una panadería, la que era atendida por la madre y una hija adolescente a la que llamaban “la Porteñita”, cuyo verdadero nombre era Amanda. El padrastro de Amanda revendía pan y facturas que compraba en la Panificadora del Nordeste y repartía con un carro tirado por un caballo, para lo cual salía muy temprano en la mañana y regresaba casi al anochecer.
Y en la esquina había un almacén donde había otra chica llamada Laura.
Casi frente al almacén habia un terreno deshabitado con un molino de viento funcionando, del que los vecinos sacaban agua o utilizaban para refrescarse en las calurosas tardes de verano.
Un hermoso ramillete de mujercitas para todos los gustos y sin mucha competencia a la vista. Así el chico graduado en Buenos Aires, bien parecido y con un buen oficio significaba un buen partido para todas ellas y sus madres, por lo tanto gozaba de todas las libertades necesarias para concretar cualquier cosa.
Habiendo estado internado cinco años de pupilo, con nulo contacto con personas del sexo opuesto, era una excitante novedad ser el centro de atención de ellas. Me gustaban todas, pero el tiempo que podía dispensarles dependía mayormente de las oportunidades que ellas me podían brindar.
Nilda se acercaba al alambrado a conversar cuando me veía cerca. Me permitía que le tomara las manos y alguno que otro beso furtivo, y no más de eso, porque me decía que su madre estaba mirando.
Teresa se escapaba de su madre cuando ésta dormía la siesta y venía «a dormir» la suya en un colchón colocado en el suelo con mis pequeñas hermanastras jugando y haciendo una especie de gimnasia pedaleando en el aire, que le permitía mostrar sus lindas piernas y algo más. Mi madrastra aprovechaba su presencia para descansar de las tareas de la casa y de las niñas y dormía profundamente.
Teresa inventó un juego en el que yo era el papá, ella la mamá y las niñas nuestras hijas. Esto nos permitía dormir abrazados, besarnos y acariciarnos. Luego de que la besaba en la boca me dirigía a que le besara los senos y en una oportunidad me aventuré a sacar el pene y ponérselo entre las piernas sin perder de vista la cama donde dormía mi madrastra. No llegamos a practicar sexo porque no nos atrevíamos, especialmente yo, que nunca lo había hecho y supongo que ella tampoco.
Luego de la siesta pasaba a través de los alambrados que separaban las propiedades para llegar hasta la panadería. Allí la madre de “la Porteñita” nos invitaba a que fuéramos a tomar mate a la cocina y nos daba bizcochitos de grasa para acompañar. La cocina estaba separada de la casa y del despacho de pan, así que teníamos privacidad para lo que quisiéramos hacer.
Amanda era muy bonita, desenvuelta, buena conversadora y de a ratos soltaba una risa vibrante y contagiosa. Soñaba con volver a Buenos Aires donde había nacido y vivió su infancia. Era evidente su interés por entablar relación con alguien como yo que podría realizar ese sueño algún día. Así que no tenía reparos en dejarse abrazar y acariciar. Pero a mí me faltaba audacia para llegar más allá de los besos y las caricias y estaba empezando a enamorarme de ella. Hasta le prometí que volvería un día y la llevaría conmigo a Buenos Aires.
Laura, la chica del almacén quería enseñarme a bailar, lo cual ella lo hacía muy bien con un hermano mayor, pero la danza no era lo mejor que yo podia hacer. No acertaba con el ritmo ni con los pasos. Sólo nos abrazábamos y en alguna oportunidad con nuestros cuerpos y rostros muy cercanos, tratando de movernos al compás de alguna música cualquiera a la que yo no le prestaba la suficiente atención, nos besábamos.
Cuando el crepúsculo teñía de colores el cielo claro y sereno, caminaba por la calle Belgrano unas quince cuadras hasta la costa del río. Llevaba una gruesa y rústica caña de pescar con la que nunca pesqué nada, pero que me daba la sensación de que iba a hacer algo con ella.
En esa parte el río tenía una entrada protegida de la fuerza de la correntada de la parte más caudalosa y que los pescadores usaban para atar sus canoas y bajar con el fruto de su jornada de pesca. Allí también venían a comprar pescado fresco particulares y dueños de restaurantes del centro de la ciudad.
Sentado en una piedra grande y con mi línea quietamente sumergida en las aguas del rio cuyas pequeñas olas golpeaban la roca provocando un armonioso vaivén, observaba toda la actividad del lugar, con algunas canoas que llegaban cargadas de peces y otras que salían vacías, escuchando las voces de los pescadores hasta que el manto de la noche envolvía todo el escenario y con la partida del último pescador también el lugar se cubría de un sereno silencio sólo interrumpido por el murmullo rítmico de las olas golpeando la costa y por el canto apagado de algún pájaro nocturno.
En el camino de vuelta me salían a ladrar los perros y algunos se me acercaban agresivamente con evidente intención de dejar las marcas de sus dientes en mis tobillos. Ahí la caña de pescar tenía un uso práctico ya que con ella y algunas patadas bien ubicadas podía sortear las zonas de más peligro, aunque siempre había alguno que alcanzaba a morder.
Llegaba a la casa cuando mi padre y casi toda la familia ya dormían. Comía lo que encontraba en la cocina, luego tomaba un catre de lona que había en un rincón de la cocina, lo abría en un costado del terreno donde crecían algunos arbustos y un árbol de frutas negras, que parecían uvas, que los del lugar llamaban «guapurú», cerca de un pozo donde se juntaba agua de lluvia, metía los pies en el agua y le aplicaba algo de barro a los lugares donde habían alcanzado a morder los perros. Me hacía la ilusión de que ese barro tenía propiedades curativas. Luego me acostaba boca arriba mirando las estrellas que brillaban fulgurantes en un cielo límpido y sereno.
Una noche cuando ya estaba a punto de quedarme dormido sentí que unos brazos rodeaban mi cabeza y vi un bello rostro de mujer y unos labios rojos muy cerca de los míos. Era la vecina del fondo, la bien dotada a la que llamaban “Chonga”, que luego de besarme en la boca, se acomodó en el catre y se abrazó a mí mientras sentía que sus delicadas manos se metían en mi pantalón hurgando, acariciando y sacando afuera lo que encontraba.
Tuve que separarla y bajarme del catre rápidamente para no manchar la lona blanca. Ella hizo lo mismo, se arrodilló y tomando el pene con ambas manos se lo llevó a la boca en el momento que eyaculaba profusamente. Luego sigilosamente como había venido desapareció en la oscuridad en dirección a su casa.
A la mañana siguiente observé el movimiento de la familia del fondo. Ví que “Chonga” les preparaba el desayuno a medida que se iba levantando y que luego todos se iban a sus respectivos trabajos. Mi madrastra también se fué al Mercado a hacer compras llevándose a sus niñas.
Entonces fuí a la huerta que mi padre tenía en el fondo separado de su casa por el alambrado para hablar con ella. Cuando me vió me saludó desde su cocina con una sonrisa y un alegre ¡Hola! Ya voy…
Pasó un rato hasta que vino a mi encuentro. Noté que se había sacado el delantal y tenía puesto un `batón` que se abría en el frente. Cruzó el alambrado y fuímos tomados de la mano hasta un espacio abierto en medio de unas plantas de choclo.
Se acostó sobre las hojas secas y desprendió los botones de la bata dejando al descubierto su hermoso cuerpo. Me bajé apresuradamente los pantalones, me acosté sobre ella y comencé a arremeter contra su frente sin encontrar donde penetrar.
Ella entonces me dijo sin poder contener la risa: —Parece que nunca cogistes a una “mina”… ¿Así que éste es tu debut? Mirá… te voy a mostrar dónde es que la querés meter, así no te lastimás «el pito». Eso sí, cuando me la pongas no termines adentro, porque con el “queso” que tenés encima me vas a dejar preñada de trillizos por lo menos… Ja! Ja! Ja!… Con la piernas muy abiertas me mostró el interior de su vagina y el lugar donde “debía meterla”.
Esos momentos vividos aquel día en medio de los choclos fue mi primera e inolvidable experiencia que luego fué tan útil y necesaria en mi vida. Allí comenzó la clase de educación sexual que me estaba faltando y que prosiguió en los días y noches subsiguientes con una guía experta y generosa. Hasta los encantos de Amanda “la Porteñita” pasaron a segundo plano porque la “Chonga” había tomado posesión casi absoluta de todos mis pensamientos.
La «Chonga», nunca supe su verdadero nombre, era enfermera a domicilio, la venían a buscar para atender pacientes que no se podían trasladar por sí mismos, aplicarles inyecciones y otros menesteres y pese a su juventud tenía vasta experiencia en cuestiones sexuales, de salud y de la vida en general.
A veces la veía salir apresuradamente con su maletín acompañada de alguien que la venía a buscar en algún vehículo. Me contó que había comenzado a hacer suplencias en el Hospital J.R. Vidal.
Cuando tuve la oportunidad le pregunté sobre lo que ocurría en «la fosa» con la «iniciación» y demás y me dijo: –Bueno, por acá es así. Lo mío fué diferente… A mí «me echaron en gorra». Se juntan unos cuantos, te vienen por detrás, te tapan la cara con la gorra, te acuestan en el suelo y «aguantáte Catalina»…
Al día siguiente nos encontramos nuevamente entre los choclos y de entrada me preguntó qué me había parecido el ver su parte más íntima y de inmediato acotó: —Es fea ¿no? Sin embargo hay un viejo platudo al que le voy a poner inyecciones que me paga para que me siente sobre su cara. —Uhhh… dije yo —¿Y él qué hace? —Bueno, yo me pongo en cuclillas y él me la lambe toda, la chupa, me mete la lengua y no me quiere dejar ir a veces. Ja! Ja! Ja! Sobre gustos no hay nada escrito…¿no?
Cuando ya parecía que estaba colmado el vaso de mis posibilidades románticas surgió una más. Las hijas de Balta. Este era un viudo amigo de la infancia de mi padre, cuyo nombre completo era Baltazar y tenía dos hijas, una adolescente de dieciséis años llamada Martita y otra de diecinueve a la que llamaban Mariela.
Vivían en un rancho cómodo y muy limpio en una parte elevada del terreno, casi al borde de un arroyo al que llamaban Guazú, que crecía y se convertía en un torrente de mucho caudal en la temporada de las lluvias.
Balta había limpiado y rellenado con arena sacada del mismo arroyo asegurándola con troncos y piedras, parte de la orilla creando una pequeña playa donde las chicas jugaban en su tiempo libre.
También concurrían con frecuencia algunos muchachos de la vecindad, amigos de la infancia de ellas, que se lanzaban al agua y lo cruzaban a nado.
Otras veces se aventuraban a flotar aguas abajo en una rústica balsa hecha de troncos en las aguas a veces tumultuosas del arroyo cuando la lluvia hacía crecer el caudal del mismo.
Normalmente el arroyo corría plácidamente bajo los árboles de la costa creando un murmullo sedante en un ambiente fresco camino a su desembocadura en el río Parana no muy lejos de allí.
La casa de Balta estaba a unas pocas cuadras de la de mi padre, el que lo visitaba con frecuencia, para tomar mate, cebado por Martita, la menor de las hermanas, mientras Mariela se ocupaba de otras tareas en la casa.
En ocasiones hacían asado o consumían empanadas hechas por Mariela, mientras jugaban al truco si venía algún otro vecino para jugar a veces de a cuatro o de a seis según la cantidad de visitantes. También jugaban a «la Taba» uno de los juegos más populares del lugar.
Me llamaba la atención la familiaridad con que Mariela trataba a mi padre, besándolo efusivamente cuando llegaba o se iba, aún en presencia de otras personas. Lo hacía con tanta naturalidad que ya parecía costumbre establecida y que no molestaba a nadie.
A Balta tampoco parecía importarle mucho. Mi padre retribuía este trato preferencial de Mariela alabando las virtudes domésticas de ella.
Un Domingo a la tarde que fuímos de visita sólo estaban las chicas.
De camino mi padre había comprado en el almacén de los Pellegrini, en la esquina de Ayacucho y Perú, algunos comestibles que al llegar entregó a Mariela. Nos dijeron que Balta se había ido a visitar a un hermano que vivía en las afueras de la ciudad.
Hacía bastante calor y mi padre me dijo que me fuera con Martita a la orilla del arroyo, donde estaríamos mejor bajo el fresco que proporcionaban los árboles y donde podríamos también jugar en el agua.
Martita aceptó de inmediato y en el camino se despojó del vestido que tenía puesto dejándolo sobre un banco que había en el patio, quedando con lo mínimo, un portasenos y un brevísimo short.
Me tomó de la mano para bajar la cuesta que nos permitiría llegar a la orilla y a mitad de camino resbaló arrastrándome para caer ambos uno encima del otro en medio del matorral de los costados.
Me invadió una sensación de placer indescriptible al tener entre mis brazos el cuerpo vibrante, sacudido por la risa que le causó la caída, de esa niña floreciendo ya como mujer y comencé a acariciarla y besarla con mucha pasión y ansiedad.
Martita correspondió y aceptó mis caricias tiernamente. De sus labios dulces y puros fuí bajando hasta llenarla de besos en todo su cuerpo hasta que el placer se adueño de mis sentidos y ya a punto de eyacular tuve que sacar el pene y hacerlo hacia los matorrales, causándole a ella mucha risa.
En esos momentos sentimos los gritos de un par de muchachos que vivían en la orilla de enfrente que estaban cruzando el arroyo nadando y chapoteando ruidosamente en el agua.
Nos incorporamos para recibirlos. Habían traido un globo con el que improvisamos algo parecido a un juego de vóleybol.
Cuando empezó a oscurecer terminamos con los juegos, nos despedimos y nos encaminamos cada uno para su vivienda.
Martita fue a la cocina a preparar un mate cocido para ambos mientras yo buscaba a mi padre al que encontré dormido en un sillón.
No quise despertarlo y en mi camino hacia la cocina alcancé a ver por la puerta entreabierta de su habitación a Mariela desnuda, secándose el pelo al parecer luego de haberse bañado.
No pude evitar detenerme a mirarla. La mayor parte de su hermoso cuerpo era de un claro color tostado por el sol con partes mas blancas donde tenía la ropa que usaba en su diario andar.
Ella captó mi presencia y sabía que la estaba observando embelezado. Me miró, sonrió e hizo un gesto como preguntando –Te gusta?
Entonces sentí que mi padre se había despertado y venía hacia nosotros. Cuando estuvo cerca me mandó a la cocina a tomar el mate cocido que Martita estaba preparando.
El entró donde estaba Mariela y alcancé a oír la risa de ambos y la puerta del dormitorio que se cerraba…
Ya faltaban pocos días para que terminaran mis vacaciones.
Era Jueves y el Lunes debía tomar el micro para volver a Buenos Aires. Esa noche a pesar de que se presentaba muy oscura y con amenaza de tormenta, ignorando las advertencias de mi padre, abrí mi catre afuera en el lugar de siempre y me dormí casi de inmediato.
Un trueno acompañado de relámpagos me despertó. Con sorpresa ví sentado al lado del catre un perro muy grande, más grande que un gran danés, que me miraba con una mirada extraña, casi humana. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. No podía apartar mis ojos de los suyos y nos estuvimos mirando por un largo momento. Ni su mirada ni su actitud eran amenazantes, más bien como la de un perro guardián.
Casi al mismo tiempo comenzó a llover copiosamente por lo que sacudiendo el temor que me paralizaba en ese momento tomé el catre y me fuí adentro apresuradamente. Lo puse en el medio de la pieza cerca de la cama de mi padre aún temblando por la impresión que me había causado la extraña presencia.
Al día siguiente pregunté a mi madrastra y a los vecinos quién tenía un perro tan grande. Una viejita que me escuchó en el almacén me dijo con voz cascada: —Por aquí no hay perros así de grande. Lo que vos viste, m´hijo, fué un lobizón. Y si no te quiso asustar era la hembra del lobizón, que anda cerca de donde él anda, para que no le haga mucho daño a la gente. El es un espiritu maligno que le gusta asustar y hacer maldades a la gente.
La viejita tenía una mirada extraña, casi hipnótica que me hizo acordar un poco a la del perro grande que había visto a la madrugada junto a mi catre.
Cuando salió quise seguirla y preguntarle cosas que aparentemente ella sabía pero no ví por dónde se había ido y desapareció de mi vista.
Pregunté de dónde era y me dijo el dependiente del almacén que nunca la había visto antes. –Pero que lo que ella dijo podría ser cierto. A un primo mío que trabajó en el Chaco en la cosecha de algodón parece que se le apareció el lobizón una noche en su rancho. Lo encontraron perdido en el bosque varios días después, muerto de hambre, con el pelo blanco y medio loco…
En los siguientes días continué con mi rutina de parodia de pesca en la costa del río y volver tarde en la noche, notando que los perros me ladraban pero de lejos como temerosos de mí o de algo que venía conmigo. Una perra que era la más audaz que siempre conseguía llegar y morderme arremetió contra mis tobillos como era su costumbre, pero se detuvo súbitamente a mitad de camino, lanzó un quejido raro y retrocedió a esconderse precipitadamente tras el cerco de su casa. Yo también percibía una casi palpable presencia cerca mío que me daba una sensación de tanta seguridad que me sentía capaz de caminar toda la noche y por donde fuera sin temor a nada.
Viernes, Sábado y Domingo estuve despidiéndome de mis nuevas casi «amigovias».
El Viernes a la tarde ví a Laura, la chica del almacén, que me despidió con un sonoro beso y un –Te vamos a extrañar!… Volvé pronto!…
A la noche fuí con mi familia a un parque de diversiones que se había instalado un par de días antes en el amplio terreno baldío frente al almacén de los Pellegrini en la esquina de Ayacucho y Perú. Alli me encontré con Teresa y Nilda que habían concurrido con sus respectivas madres. Con dinero que me dió mi padre invité a Teresa a la rueda gigante que llamaban «La Vuelta al Mundo». Ella estaba tan aterrorizada por la altura en que estábamos que la despedida consistió en agarrarse fuerte de mí gritando que quería bajarse. Con Nilda que aseguraba que no le tenía miedo a nada, subimos al «Tren Fantasma» y la oscuridad y los siniestros personajes que se nos aparecían en el camino hizo que esta despedida fuera un poco más romántica.
En horas de la siesta del Sábado hacía mucho calor y ví que jugaban al carnaval en el terreno de la panadería con agua que sacaban de un aljibe. Me sumé al juego y más tarde, cuando comenzaba a oscurecer fuimos a tomar mate con Amanda que estaba empapada. Su liviano vestido dejaba ver buena parte de sus encantos.
Como de costumbre la madre nos dió los bizcochitos para acompañar al mate y nos dejó solos en la cocina. También trajo una toalla y ropa seca para Amanda. Me tiró la toalla y me dijo: –Tomá, ayudala a secarse y vestirse que pronto viene su padre y vamos a cenar… Lo cual hice casi temblando por la excitación de tenerla tan cerca, poder verla y beber con mis extasiados ojos tanta belleza y gracia juvenil. Ella se reía con su risa cristalina y divertida al ver mi turbación y embelezo.
Cuando terminé de sacarle el cabello y la espalda, de pronto ella se dió vuelta, clavó sus lindos ojos en los míos con una mirada pícara y provocativa, se levantó en puntas de pies para besarme en la boca y luego tomándome la cabeza la llevó hasta su hermoso y delicado busto permitiendo que lo besara y acariciara por algunos increíblemente deliciosos momentos.
Luego con voz susurrante me dijo: –Yo sé que la «Chonga» te dá «el pan dulce«. Pero yo también te quiero dar algo para que no te olvides de mí y tal vez vengas de nuevo a buscarme algún día como me prometistes… Dicho lo cual se dió vuelta mostrando sus bien formadas nalgas diciéndome: –Te gusta? Te puedo dejar entrar por la puerta de atrás… la de adelante la tengo reservada para el que me lleve al altar. Querés?…
Me bajé apresuradamente el pantalón, la traje hacia mí y cuando estaba tratando de ubicar «la puerta de atrás» vimos que entraba el carro de reparto de su padrastro. Todo se paralizó y en un instante nos vestimos y nos sentamos a tomar mate.
En la madrugada del Sábado sentimos sirenas de ambulancias y hubo una que paró al frente de la casa de «Chonga». Había ocurrido un accidente en la ruta donde colisionaron de frente dos micros de larga distancia, un terrible accidente causado por la densa bruma de la madrugada y la venían a buscar para ayudar a asistir a los numerosos heridos. «Chonga» se sumó rápidamente a los otros dos enfermeros que ya estaban a bordo del vehículo y partieron raudamente.
El lunes cuando fuí a la Terminal de Omnibus todavía no había vuelto, así que no tuve oportunidad de despedirme de ella.
Hubo demoras en la partida de los micros por el accidente, que ocurrió casi a la entrada de la ciudad, sobre un puente. Nos contaron que uno de los micros habia caído al río y el otro se había incendiado. Estuvieron todo el día Domingo sacando heridos y algunos muertos de ambos vehículos de transporte que venían con su carga completa de pasajeros.
Al pasar por el lugar, ya en el ómnibus camino a Buenos Aires, vimos algunos voluntarios que todavía estaban trabajando casi en la oscuridad en busca de los pasajeros que faltaban.
Se terminaron las vacaciones con esta nota trágica y volví a Buenos Aires a continuar con mi vida. El trabajo que había conseguido por recomendación de mis profesores y especialmente mi ex-maestro de tipografía era en un excelente taller cuyo dueño había sido alumno de nuestro colegio. El ambiente era bueno y la paga excelente.
Pasaron algunos años y muchas cosas. Una de ellas fué que me casé con una chica de mi barrio. Una buena muchacha, dulce, comprensiva y buena compañera.
Mantuve correspondencia con una de las «amigovias» que conocí en aquellas vacaciones de post-graduado. A Nilda le gustaba escribir y me tenía al tanto de los avatares en la vida de todas.
Ella se casó con un empleado de la Municipalidad de la ciudad y su prima Teresa con un albañil el que amplió la casa en la que ahora vivían junto a su madre.
Laura, la chica del almacén, seguía soltera y aparentemente no pensaba casarse.
«Chonga» se juntó con un joven médico que la llevó a vivir al Impenetrable, en la selva chaqueña, donde estaban a cargo de un pequeño hospital que servía a un poblado de indígenas.
Amanda, «la Porteñita» se casó con el hijo del dueño de la Panificadora del Nordeste y vivía en una hermosa casa frente a la Costanera.
Por mi padre supe que Mariela, la hija mayor de Balta se casó con un chofer de micros de larga distancia y se fué a vivir con él a la ciudad de Rosario. Martita se casó con uno de los muchachos de la vecindad que se había recibido de maestro y enseñaba en la Escuela Mariano Moreno del centro de la ciudad. Vivían en la casa al lado del Arroyo Guazú en compañía de su padre, el que se encontraba muy delicado de salud.
Pasaron algunos años y ocurrió un episodio que me hizo recordar aquella noche de mis vacaciones de post-graduado en la casa de mi padre en que se me apareció y aparentemente me adoptó un «lobizón benigno».
Siempre me sentí atraído por los ríos y de acercarme a las costas. Así lo hice una vez llevando de la mano a mi hijo cuando éste tendría unos dos años.
De pronto de entre los matorrales apareció una jauría de por lo menos diez ó doce perros salvajes que se nos venían encima.
Cargué a mi hijo y empecé a correr desesperadamente hacia el tejido por debajo del cual habíamos pasado para entrar al lugar que no estaba muy lejos.
Llegué cuando los perros ya estaban encima nuestro. Me dí vuelta enfrentándolos, sabiendo que no tenía ninguna chance de que pudiera ahuyentarlos. Nos rodeaban y ladraban enfurecidos lanzándose hacia nosotros mostrando sus temibles colmillos.
Colgué a mi niño lo más alto que pude en el alambrado, tomé del suelo dos puñados de arena y pedregullo y lo lancé hacia ellos gritando con todas mis fuerzas: Fuera!… Fuera!… El que parecía el lider de la jauría, que estaba más cerca casi encima nuestro, pareció recibir el impacto en la cara. Lanzó un agudo aullido y se detuvo restregándose los ojos con la pata delantera. Casi al mismo tiempo todos dejaron de ladrar, algunos lanzaron temerosos quejidos agachando la cabeza, pegaron la vuelta y desaparecieron rápidamente entre la maleza.
Este súbito cambio de actitud de los perros todavía sigue siendo inexplicable para mí. ¿Fué la arena y pedregullo que yo les arrojé lo que los detuvo? Me cuesta creerlo, pero de lo que estoy seguro es que hubo «algo» que los detuvo. «Algo» mucho más fuerte que un puñado de arena y pedregullo.
Hubo otras ocasiones en las que ante la presencia de una amenaza de peligro presentía que había algo, no me atrevería a decir «sobrenatural», pero «algo», que estaba allí como protegiéndome. ¿Sería un trauma psicológico creado en aquél momento que permanecía fijado muy fuerte en mi subconsciente y que se hacía presente en el momento necesario y oportuno? Inclusive todavía me parece ver los ojos extraños de la viejita del almacén cuando recuerdo el incidente de aquella lluviosa madrugada. ¿Será que realmente un «lobizón benigno”, si es que se puede creer que esto exista, me adoptó aquella noche en la casa de mi padre en mis vacaciones de Post-Graduado?