Miguel hacía tres años que había emigrado de Argentina y desde su llegada estuvo trabajando para un pariente lejano de su madre, que era lo que en Long Island, New York, llaman un “handyman”, de nombre Francisco, el que le había ayudado con los trámites de inmigración.
Aprendió mucho con él en su trabajo de mantenimiento y reparaciones en domicilios particulares y edificios de departamentos y había ahorrado un par de miles de dólares viviendo ajustadamente sin desperdiciar un penny de su salario.
Antes de emigrar había estado asistiendo a un curso de Mecánica en la ESPAC (Escuela para los Servicios de Apoyo de Combate) en Campo de Mayo, un asentamiento militar en la provincia de Buenos Aires, abandonando un par de meses antes de completar el curso. La razón por la que se había inscripto, a los 17 años, era que le gustaba la mecánica y la razón por la que decidió abandonar, era según él, que se había cansado de armar y desarmar el mismo pequeño avión, el viejo tanque de Guerra y el anticuado camión de transporte de tropas, durante casi tres años sin realmente aprender mucho más. En el cuartel leía cuanto libro ó revista sobre mecánica estaba al alcance de sus manos y era el indicado a consultar cuando algún vehículo del Grupo tenía dificultades.
En casi toda Sudamérica predominaban en ese tiempo las dictaduras militares. En Argentina había tomado el mando el Teniente General Leopoldo Galtieri.
Leemos en publicaciones de la época: «…En abril de 1982, a pocos meses de ocupar la Presidencia, Galtieri ordenó la recuperación militar de las Islas Malvinas, tomados por la fuerza en 1833 por Inglaterra, que Argentina reclama como parte de su provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur.
«…En la madrugada del 2 de abril de 1982 tropas argentinas iniciaron el desembarco en la isla Soledad del archipiélago de las Malvinas. El mismo día el Reino Unido, logró que la ONU emita una resolución solicitando el retiro de las fuerzas de ocupación argentinas y preparó el envío de tropas.
«…El 5 de abril de 1982, zarparon las tropas británicas desde Portsmouth y Plymouth. El 1 de mayo la aviación británica inició el bombardeo de Puerto Argentino y Puerto Darwin. El 2 de mayo, el submarino atómico británico Conqueror hundió al buque argentino General Belgrano, fuera de la zona de exclusión marcada por ellos mismos, ocasionando la muerte de 323 marineros.
«…El 4 de mayo de 1982 dos aviones Súper Etendard de la Armada Argentina con base en Río Grande, Tierra del Fuego, armados con un misil Exocet AM-39, atacan y hunden a la icónica fragata HMS Sheffield con toda su carga nuclear. El otro Exocet impactó en el portaaviones Hermes.
«…Los choques por aire, mar y tierra continuaron hasta el 21 de mayo cuando los británicos lograron desembarcar en la isla Soledad. El 1 de junio tomaron el Monte Kent, a sólo 20 kilómetros de Puerto Argentino. El 12 de junio iniciaron el ataque final y el día 13 rebasando las líneas defensivas argentinas lograron su rendición firmando el documento de capitulación y alto al fuego los generales Jeremy Moore por el Reino Unido y Mario Menéndez por Argentina.
«…Tres meses después el presidente Galtieri fue derrocado por un golpe interno derivado de la derrota militar en la desigual confrontación bélica».
Miguel siguió con mucho interés todo lo que ocurría allá en el lejano sur argentino, porque en esos tres años de instrucción militar que había recibido en Campo de Mayo había hecho buena amistad con miembros tanto de su escuela como de la de otras cercanas a las que era llamado por sus conocimientos de mecánica, sabiendo que varios de ellos habían sido enviados a combatir en el Sur y que algunos no habían vuelto. El recordaba la amistad y camaradería de aquellos tiempos y pensaba que por unas pocas semanas tal vez él también podría haber estado en la lista de los 649 soldados argentinos muertos ó entre los 1082 que resultaron heridos en combate.
Muchas noches antes de conciliar el sueño revivía su reciente pasado, que iba quedando rápidamente atrás ante la vorágine de su nueva vida, en un ambiente totalmente distinto y tan cambiante que a veces le costaba creer que estuviera ocurriendo.
En Long Island, otro argentino, al que Francisco llamaba familiarmente “el Tano”, que había sido su compañero de estudios en una escuela técnica en Buenos Aires, era un ingeniero electricista que se había establecido en el poblado de Lake George, un lugar turístico en el norte del estado de Nueva York, donde la población normal es relativamente pequeña, pero que en tiempos de vacaciones puede llegar a más de 50.000 residentes, especialmente en la zona comercial de la villa donde se encuentran la mayoría de los más populares hoteles, restaurantes, tiendas y locales de todo tipo que ofrecen a los turistas indumentaria y productos regionales, más lugares de entretenimientos, etc.
Para ese tiempo Francisco a pedido de su esposa Carmen había ayudado a emigrar a un sobrino el que ahora vivía con ellos y trabajaba para él.
En una oportunidad en la que estaban los cuatro conversando y tomando mate en la casa de Francisco, en Long Island, mientras la esposa de éste se había ido de compras con los niños, “El Tano”, cuyo verdadero nombre era Alberto Smiraglia, que estaba de visita, les contaba sobre su vida y actividades en Lake George y Miguel que lo escuchaba atentamente se interesó y se propuso ir a conocer el lugar.
Alberto vino de Buenos Aires contratado por una empresa internacional con la que participó en la construcción de un gran hotel en Albany, la capital y sede del gobierno del estado de Nueva York, donde estuvo a cargo de la instalación de los equipos de aire acondicionado y calefacción del hotel y su mantenimiento por varios años. Esto le permitió familiarizarse con el idioma, el lugar y todo lo referente a sus actividades laborales. Cuando cumplió los cinco años de residencia, aplicó y obtuvo la ciudadanía estadounidense.
Luego de conocer y frecuentar Lake George decidió independizarse y establecerse allí haciendo service y reparaciones para los hoteles y restaurantes de la villa.
Miguel le preguntó a Alberto sobre las posibilidades de conseguir trabajo por allá. Luego de una larga y distendida conversación Alberto le dijo que él podría utilizar sus conocimientos de mecánica y lo que había aprendido con Francisco como handyman, siempre y cuando él no tuviera inconvenientes en dejarlo ir. Francisco le dijo que visto que estaba escaseando el trabajo en Long Island, además de tener ya otro ayudante en su sobrino, no había problemas. Cargó en un par de bolsas sus pertenencias y al día siguiente partieron en el Jeep Wrangler de Alberto hacia Lake George.
Una vez instalado Miguel que ya leía y hablaba bastante bien inglés absorbió todo lo que encontraba en folletos, periódicos y Wikipedia, sobre «el gran parque Adirondack que rodea a Lake George, sus 3.000 lagos y estanques y 30.000 kilómetros de ríos y arroyos. Sus 2.000 montañas con el Monte Marcy de 5.344 pies el lugar más alto en el estado de NY» y se enamoró de la belleza y grandiosidad del lugar.

Alberto que ya para entonces había ampliado sus servicios a toda clase de reparaciones con sus dos ayudantes, que había conocido en Albany, un salvadoreño llamado José que estaba a cargo de la parte de albañilería y plomería y un mexicano, de nombre Ramiro, carpintero de profesión y que también sabía bastante de herrería y soldadura, ocupándose regularmente, por contrato, del mantenimiento de tres hoteles y un par de Restaurantes, atendiendo además los requerimientos de otros establecimientos comerciales de la zona.
Cuando le solicitaban servicios de reparación de techos subcontrataba a un grupo de techistas compuesto por dos primos de nacionalidad chilena, Gustavo y Esteban y un peruano llamado Rigoberto, residentes en Glens Falls, un pueblo vecino, a quienes conocía a través de Francisco con quien habían trabajado en Long Island y eran de su confianza.
Miguel se involucró de inmediato en la villa de Lake George en todo lo que fuera necesario, con la vitalidad y energía de sus veintitrés años recién cumplidos, desde destapar cañerías y limpiar baños con José hasta reparar con Ramiro algún atracadero de botes que el tiempo y el agua hacían necesario reponer, o reemplazar puertas y ventanas en viviendas y locales comerciales ó ayudar a Alberto en sus tareas de mantenimiento de los equipos de aire acondicionadores y de calefacción.
La pequeña empresa funcionaba muy bien. Todos los que los empleaban apreciaban la eficiencia e idoneidad del grupo al que también le iba muy bien financieramente. Cada orden de trabajo era un reto para sus ganas de hacer lo que fuera necesario y hacerlo bien. Alberto era un buen organizador y sabía concretar las operaciones con prontitud y conveniencia para las partes interesadas.
Vivían todos en una casa grande que estuvo abandonada algunos años tras la muerte de su último dueño. Estaba ubicada en el medio de un bosque en las afueras de Lake George un poco alejado del centro de la villa pero con todo lo necesario: luz, agua, teléfono, gas y un camino transitable en cualquier época del año. Tenía cuatro dormitorios y dos baños en la planta baja y un amplio ambiente y baño arriba, más un enorme granero en el fondo.
Alberto la compró, bastante arruinada, luego de haber constatado la solidez y buen estado general de las estructuras y consideró que era una buena oportunidad por el precio y sus posibilidades futuras luego de los arreglos necesarios. Puso manos a la obra de inmediato y la renovó en su totalidad por dentro y por fuera.
Dividió el granero en tres secciones, una para guardar los vehículos: su Jeep Wrangler y la Van Chevrolet en la que llevaban todas las herramientas y que tenía suficiente lugar para transportar los materiales necesarios para los trabajos que les fueran encomendados, la pick-up Dodge que Ramiro había encontrado en un corralón de vehículos abandonados en Albany y puesta a punto con Miguel, un bote con remos y motor fuera de borda montado en su trailer y un pequeño tractor con una pala ancha en el frente, para limpiar de nieve los accesos a la casa en el invierno.
En una segunda sección funcionaba un taller con equipos de soldadura y de carpintería y contenía en armarios bien organizados herramientas de todo tipo. La tercera sección era “el lavadero” con lavadora y secadora industrial que Alberto había reemplazado en el “Laundromat” local y que había reparado e instalado en el granero y un tendedero de ropas. Había además un toilet, un piletón y una ducha adicional.
Acomodaron al perro, que habían encontrado en el lugar, luego de bañarlo en el piletón y hacerle un reconocimiento veterinario que resultó favorable y pasó a formar parte del grupo. Era un ovejero alemán relativamente grande al que pusieron de nombre “Tango” que parecía estar muy familiarizado con el lugar y sabía perfectamente cual era su función específica. Corría a los animales que venían del bosque y se acercaban a la casa. Merodeaba hasta los límites de la propiedad, que estaba parcialmente alambrada, en estado de alerta y en guardia todo el tiempo. Cuando había algún animal con el que no podía ya sea por ser más grande ó tozudo que él y que no se quería retirar, ladraba, retrocedía y corría hasta la casa para alertar a Alberto el que tomando un rifle que tenía en un armario disparaba al suelo cerca de las patas del invasor el que entonces sí ya no tenía otra opción que retroceder hacia el bosque y buscar alimento en alguna otra parte.
Alberto les propuso y se pusieron de acuerdo en dividir por partes iguales los gastos de la hipoteca, servicios y limpieza de la casa mientras vivieran allí. Una mucama empleada de un hotel cercano llamada Melisa, que vivía en Glens Falls, una venezolana muy simpática y trabajadora, venía una vez a la semana a hacer la limpieza, lavar y ordenar la ropa y bañar al perro.
Ella le hablaba como si fuera una persona y “Tango” no se oponía al aseo rutinario impuesto por su dueño. Cuando estaba limpio era un soberbio ejemplar y él parecía querer agradecerle a ella con lenguetazos en las manos y a veces, parándose en dos patas, en la mejilla, lo que a ella le causaba mucha risa.
Jugaban un rato corriendo y arrojándole al aire un “Frisbee” que él atrapaba en lo alto para traérselo y esperar que ella lo lanzara de nuevo mirando sus manos y girando en círculos alrededor de ella. Cuando terminaba sus labores “Tango” la acompañaba hasta una encrucijada del camino cercano por donde pasaba un vehículo de transporte público que la dejaba en las cercanías de su vivienda en Bolton Landing.
Lo que habría sido anteriormente un corral Alberto lo transformó en una cancha de fútbol y a un costado puso otra de básquetball. Hacia los fondos de la propiedad corría un arroyo que en una parte ampliaba su cauce formando una pequeña laguna, para luego de un sinuoso recorrido desembocar en el lago.
Cuando terminó con las reparaciones y remodelamiento tras muchos meses de intenso trabajo y estuvo pintada y lista para ser ocupada colocó a la entrada un escudo con dos banderas cruzadas, la argentina y la estadounidense y un cartel con la dirección: Woodside Road #1 y la leyenda “Welcome to Rancho Grande”.
A la inauguración estuvieron invitados todos sus conocidos y amigos de la villa y sus alrededores y de la ciudad de Albany. Comerciantes y personal de los hoteles, restaurantes y algunos tripulantes de los barcos que llevaban a los turistas a recorrer el lago. Hubo un gran asado y un partido de fútbol entre argentinos, uruguayos y brasileños contra el resto de los invitados, un combinado de mexicanos, salvadoreños, hondureños, guatemaltecos, más un par de ingleses, un ruso y un portugués.
Para algunos lugareños que nunca habían visto jugar “soccer”, como se conocía al fútbol en esa parte de las Américas, fué una grata novedad, así como el asado al estilo argentino que estuvo preparado por un par de expertos, que lo hacían habitualmente en su Restaurant-Parrilla de Albany del que Alberto era cliente habitual cuando vivía y trabajaba en esa ciudad y que al recibir la invitación se habían ofrecido a hacerlo, un argentino llamado Juan Carlos y su socio, un uruguayo cuyo nombre era Alejandro, al que todos llamaban por su apodo «el uru», que además de trabajar en el Restaurant estaban tratando de organizar una academia de fútbol en esa ciudad.
Era el comienzo de la primavera y se podía palpar en el aire la fuerza de la naturaleza despertando vigorosamente tras el crudo invierno.
Miguel encontró un anuncio en el periódico local donde ofrecían en venta una motocicleta Triumph en Glens Falls. Fueron a verla con Alberto y Ramiro. Estaba relativamente bien conservada pero necesitaba reparaciones. Consiguieron una importante rebaja y la compró. La cargaron en la pick-up de Ramiro, en la que habían venido los tres. Miguel la reacondicionó reemplazando las partes que ya no funcionaban y la pintó a su gusto quedando como nueva.
Con ella recorrían en su tiempo libre, en compañía de Ramiro, todos los caminos, rutas, highways y senderos del fabuloso Parque Estatal Adirondacks que se extiende por unos 25,000 kilómetros cuadrados y es una extraordinaria reserva natural que atrae gran cantidad de visitantes durante todo el año.
Una de sus paradas favoritas era la pequeña ciudad de Morehouse en la esquina sur-oeste de los Adirondacks. Allí casi a la entrada del pueblo, había una parada tipo Café-Restaurant llamado «4 Ways» donde servían buena comida y cuyo dueño eran un ex futbolista brasileño al que llamaban «Rafa», que había venido contratado para jugar en un equipo canadiense de la North American Soccer League con sede en Toronto.
Cuando la Liga se disolvió, con una amiga llamada Katy, que tenía un pequeño restaurante en esa ciudad, decidieron juntar sus recursos, buscar un lugar fuera de las grandes ciudades y poner un negocio de comidas.
Con sus ahorros compraron la propiedad semiabandonada en esa encrucijada de cuatro caminos y remodelaron la antigua estructura hasta convertirlo en una acogedora parada visible y accesible para los viajeros que circulaban por cualquiera de las cuatro rutas que convergían en una amplia rotonda en ese lugar. En uno de sus costados tenía un surtidor de nafta y un local de venta de cigarrillos y golosinas que atendía «Rafa». Katy se encargaba de la cocina y atención del Restaurant con una mesera.
En ese pequeño poblado estaba la oficina de correos más pequeña de Nueva York y un museo, instalado en una antigua iglesia. Y así en cada excursión encontraban nuevas sorpresas y lugares de interés.
Sobre la historia de la región leyó en Wikipedia y otras publicaciones de la Región, «que entre los años 1756 a 1763 los reinos de Gran Bretaña y Francia (aliada ésta última con los indios nativos) batallaron por el dominio territorial de la región y el comercio de las pieles.
«…Los británicos habían construído el Fuerte William Henry en la parte sur de Lake George y los franceses el Fuerte Carillon, el que muchos años después se le cambió el nombre por el de Fuerte Ticonderoga, en el extremo norte del lago.
«…En agosto de 1757, Montcalm, comandante en jefe de las fuerzas francesas, sitió el fuerte William Henry, obligando a los ingleses a rendirse y negociar condiciones para que se le conceda permiso para retirarse hacia el Fuerte Edward. Pero en su retirada fueron masacrados por los nativos americanos aliados de los franceses. La masacre fue dramatizada años después en el libro de James Fenimore Cooper, «El Ultimo de los Mohicanos».
Con Ramiro que había nacido y se había criado al borde del océano en la cercanías de Acapulco en su nativo México y era un avezado nadador y buceador, exploraban en cuanto se presentaba la oportunidad, los restos de naufragios desde Lake George y sus alrededores hasta las naves hundidas en la vía marítima de Adirondack hasta casi la frontera con Canadá. Le adosaron un ¨trailer¨ a la moto, en el cual llevaban todos los implementos necesarios para esta actividad y usaban el bote con motor fuera de borda de Alberto que enganchaban a la pick-up de Ramiro para sus excursiones en los lagos cercanos.
En su rutina diaria de trabajo en Lake George, desayunaban, almorzaban y cenaban en el restaurant “Harbor Lights” en el que ellos hacían mantenimiento, siendo muy amigos del dueño, un canadiense originario de Montreal llamado Francois Belanger, que los apreciaba mucho porque sabía que con ellos podía contar de inmediato para solucionar cualquier inconveniente, de día ó de noche, pequeño ó grande, que pudiera ocurrir en su establecimiento.
Cuando estaban todos reunidos era un vibrante parloteo en donde se mezclaban las expresiones en francés del dueño, con el inglés y español de los comensales salpicado de tanto en tanto con alguna risotada general.
“Fransuá”, como lo llamaban los muchachos, provenía de una familia de «restaurateurs», sabía mucho del negocio, era un «Chef» de primera línea, estaba a cargo de la confección del Menú del Restaurant y tenía un carácter abierto y jovial. Su restaurant ubicado en el centro comercial de la villa era muy concurrido y disfrutaba de una excelente reputación teniendo además del gran salón, mesas afuera, entre plantas, flores y pequeñas fuentes de agua.
Tenía una hija veinteañera llamada Amelie, “Amy” para sus amistades, la que era el comité de bienvenida al restaurant con su extraordinaria simpatía y belleza, además de supervisar al personal y la contabilidad del establecimiento. Hablaba fluentemente Inglés y Francés y estaba aprendiendo Español e Italiano con Alberto, al que trataba con mucha familiaridad y con el que solía pasear por el lago en una embarcación de su propiedad en compañía de otros amigos. Todos suponían la existencia de un posible romance aunque Amy y Alberto eran muy reservados y no hacían comentarios al respecto. “Fransuá” llamaba a Alberto “Mon cher gendre” (Mi querido yerno) y Amy “Mon cher ami” (Mi querido amigo).
Amy tenía varios serios pretendientes, algunos de ellos hijos de personajes importantes de la villa y hasta un político de cierta influencia en la región que venía con frecuencia desde Albany para verla. Ella aceptaba gentilmente y con sincera gratitud los regalos y galanteos de todos sin darle preferencias a ninguno por el momento. Amy se encontraba cómoda en compañía de Alberto, le gustaba su masculinidad, lo bien parecido que era y lo segura que se sentía a su lado.
Al comienzo de la temporada vinieron a trabajar de meseras al Restaurant Harbor Lights dos estudiantes rusas llamadas Olga y Katrina como parte de un programa de intercambio estudiantil. Muy rubias y muy bonitas ambas, de ojos verdes una y de ojos azules la otra.
Miguel se interesó por Olga, la de los ojos verdes, desde el momento en que la vió. Había mucha sensualidad en su manera de desplazarse por el salón comedor, en cómo hablaba, reía y lo miraba a él. Miguel estaba encandilado y buscaba darle conversación y tenerla cerca. Ambas muchachas paraban en un Motel sobre Canada Street, detrás del Camping y frente a la playa Municipal. El dejó de lado momentáneamente sus correrías en moto por los caminos del Parque Adirondack para dedicarse a ella. Cuando terminaba su turno de trabajo en el Restaurant la llevaba en la moto hasta su Motel. Ella se daba una ducha, se cambiaba de ropa y salían a pasear.
En uno de esos paseos, en una tarde cálida con alguna fresca brisa proveniente del lago, se acurrucaron en un lugar escondido para los ojos de los automovilistas que pasaban por la ruta cercana y de las embarcaciones que pasaban repletas de turistas por el lago, de y hacia el puerto donde embarcaban y desembarcaban.
Y esa tarde fué muy especial. Olga estaba más hermosa que nunca, vestida con ropa muy liviana y sexy que dejaba entrever sus palpitantes encantos femeninos y que ella no tenía reparos en que él los viera y disfrutara. El la cubrió de besos y caricias hasta que prendió la llama de la pasión con fuerza irresistible y se entregaron al amor sin reservas hasta quedar exhaustos. Luego de un par de horas de interminables caricias y promesas, la llevó de vuelta a su lugar de residencia y él volvió al Rancho Grande desbordando de felicidad.
La otra estudiante rusa, Katrina, la de los ojos azules, era muy recatada, sólo salía con otros estudiantes en grupo y no se le conocía ninguna amistad especial aparte de Olga.
Los tres meses que duró la estadía de Olga en Lake George fueron de pasión y entrega total. Miguel andaba como sobre nubes, totalmente enamorado y pensando en ella todo el tiempo, al extremo que Alberto tuvo que llamarle la atención un par de veces porque descuidaba su trabajo. Entonces tuvo que comentarle lo que le estaba ocurriendo, ya que esta experiencia era para él totalmente inédita y no sabía qué hacer. A pesar del placer y felicidad que sentía, le preocupaba el hecho de que estaban teniendo sexo sin protección alguna. Alberto le dijo que tal vez Olga usaría píldoras anticonceptivas y que no se preocupara si ella no lo estaba, ni le hacía a él responsable de nada. Cuando Olga partió de regreso a Rusia le prometió que se mantendría en contacto y Miguel vivió los próximos meses esperando ansiosamente esa comunicación prometida que se demoraba y que finalmente nunca llegó.
El advenimiento del otoño trayendo una explosión de colores en la vegetación que se tiñó con el rojo y dorado de las hojas de los árboles, esos increíbles paisajes y el aire otoñal, con su moto devorando distancias, más el apoyo y consejos de Alberto y ya convencido de que esas noticias que esperaba con tanta ansiedad no llegarían, fué olvidándola poco a poco y recuperando el interés en su trabajo y en sus excursiones en moto, aunque siempre que pasaba por los lugares donde recordaba haber hecho el amor, le parecía escuchar la voz y la risa cristalina de Olga y se le oprimía el corazón. Alberto le había dicho que en su vida tendría más de una situación semejante y que debía aprender a manejarlas para que no le hicieran mucho daño.
Miguel comenzó a frecuentar una pequeña oficina que ofrecía servicios de Internet, telefonía internacional y venta y reparación de computadoras del que era propietario un joven guatemalteco llamado Estuardo. Allí trataba de obtener conocimientos relativos a Rusia, su gente y sus costumbres. Encontró y empezó un curso del idioma ruso, con la loca esperanza de que algún día podría viajar a Rusia y tratar de ubicar a su inolvidable Olga.

La encargada de la limpieza de la cocina y de los salones del Restaurant Harbor Lights era una mujer joven de férrea personalidad, descendiente de una larga cadena que podía remontarse a los indios originales nativos de la región. Vivía sola con un pequeño perro en un bungalow construído varias generaciones atrás por alguno de sus antepasados cerca del Restaurant y que ahora era de su propiedad. Su nombre era Elizabeth, pero todos la llamaban por el sobrenombre “Liz”. José y ella se hicieron muy amigos y pasaban sus ratos libres juntos en el bungalow, caminando o recorriendo la villa en bicicleta ó sentados en el Puerto, viendo arribar ó partir a los barcos que llevaban a los turistas a recorrer el lago.

Cuando José le propuso matrimonio ella tardó un tiempo en responder, pero finalmente aceptó. Se casaron y vinieron a vivir al bungalow, el que José fué remodelando de a poco convirtiéndolo en una vivienda agradable y acogedora. Ambos trabajaban duramente y su casita era el refugio donde descansaban, se amaban y en donde nacieron sus dos saludables retoños, primero un varón, al que nombraron Henry y luego una niña, Elizabeth, como la madre.
En la parte trasera del Restaurant se ubicaban los contenedores donde se arrojaba los restos sobrantes de comida. Allí venía últimamente un pordiosero que se alimentaba de los comestibles que podía rescatar. Andaba barbudo y muy sucio pero se notaba a través de los harapos de su vestimenta la desarrollada musculatura de su cuerpo moreno.
José trató de comunicarse con él y al ver que no entendía inglés, le habló en español. Le preguntó la razón de su lastimoso estado y el hombre le contó su historia. Estuvieron charlando un rato y se pudo enterar que había sido campeón de boxeo en Panamá. Que había venido hacía un tiempo a realizar una pelea por el título interamericano de su categoría en un Festival que se realizó en Saratoga Springs, que pudo ganar y que le reportó bastante dinero a sus promotores. Tuvo un serio desacuerdo con elllos por el reparto de la bolsa y éstos lo abandonaron. Como no tenía ni parientes ni conocidos y no hablaba inglés cuando se quedó sin fondos y no pudo pagar la pensión, ni el pasaje de vuelta, lo echaron a la calle hasta que en su desgraciado peregrinar llegó hasta Lake George.
José le contó a Alberto la triste historia del pordiosero campeón. Este conversó con él y decidieron ayudarlo. Lo llevaron al «Rancho Grande» donde luego de bañarse y afeitarse, le dieron ropa y le acomodaron un camastro en el lavadero.
Semanas después construyeron una cabaña a la entrada desde la que se podía controlar a los que entraban y salían del predio, con lugar para una cama, un baño y una pequeña cocina-comedor. Le adosaron un galponcito con los implementos de cortar la grama, soplar las hojas y otros elementos para jardinería que es lo que haría Belisario, que así se llamaba «el campeón», además de atender la garita de entrada. También le encomendaron y completó el cerco de alambre tejido que rodeaba a la propiedad.
Luego de un tiempo, ya amoldado a la rutina del lugar y de los habitantes del mismo, Belisario pareció recuperar su esencia, su dignidad y fortaleza y con el permiso de Alberto corría por los alrededores, acompañado de «Tango» y volvió a entrenar como en sus mejores tiempos de exitoso boxeador profesional. Armaron un tinglado cubierto y le instalaron algunos implementos para su entrenamiento.
En el estadio de Saratoga Springs se ofrecían veladas de boxeo y Alberto inscribió a Belisario, como ex campeón panameño representando a Lake George, ganando la mayoría de sus peleas y perdiendo unas pocas. Alberto le permitía guardar todo lo que ganaba. No tenía parientes cercanos ni motivos para regresar a Panamá, además de encontrarse muy a gusto en Lake George, así que se fué aquerenciando y el Rancho Grande fué su hogar de ahí en adelante.
Ramiro comenzó a recibir malas noticias sobre la salud de sus ancianos padres en México. Hacía bastante tiempo que los había dejado y las noticias recibidas lo preocuparon tanto que decidió regresar para estar junto a ellos.
Había ahorrado lo suficiente como para reabrir la carpintería que había cerrado para venirse a buscar mejores horizontes en el norte, así que se preparó para el regreso. José le compró la pick-up Dodge y algunas pertenencias que él no podía llevar. Finalmente llegó el día de la partida y Alberto y Miguel lo acompañaron hasta el aeropuerto de Albany desde donde partió de regreso a México.
Cuando finalmente las hojas de los árboles fueron cayendo para dejarlos dormir desnudos todo el invierno, disminuyó considerablemente el movimiento de turistas y visitantes, cerrando la mayoría de los negocios que sólo funcionaban para ellos y la nieve cubrió la villa y congeló las orillas del lago.
Las actividades invernales y los turistas se mudaron hacia otros lugares. Uno de los preferidos por «Fransuá», su hija Amy, Alberto y todos los amigos era Lake Placid para patinar, esquiar, jugar al hockey, andar en trineo y recorrer los sitios olímpicos, donde se podían encontrar atletas de todo el mundo practicando sus especialidades sobre el hielo. También cuando se presentaba la ocasión concurrían a ver hockey sobre hielo profesional en el estadio de los Montreal Canadiens.
Miguel como era su costumbre fué a pasar las Fiestas de Fin de Año con su familia en Caseros en la provincia de Buenos Aires. Alberto lo llevó al aeropuerto el 23 de Diciembre y se despidieron hasta la vuelta en dos semanas. Al llegar al Aeropuerto Internacional Ezeiza de Buenos Aires, lo esperaban su hermana Carmen y su cuñado Esteban para transportarlo en su vehículo hasta Caseros.
Su madre había negociado con una empresa constructora a la que le vendió su propiedad de la calle Sarmiento consistente en dos grandes terrenos a cambio de dos departamentos y algo de dinero. Ella ahora vivía en uno de esos departamentos en la planta baja del edificio y alquilaba el otro en el primer piso. Durante el día se mantenía ocupada atendiendo a sus nietos, los niños de su hija Carmen que vivía a la vuelta por la calle La Merced, mientras ellos trabajaban para una empresa de Cable TV. La casa tenía un monoambiente en la terraza que ocuparía Miguel durante su estadía.
Esteban y toda su familia eran miembros del Club Italiano Montemaranese de Martín Coronado y allí celebraron la Nochebuena y el advenimiento del Nuevo Año. Encontró a su madre en buen estado de salud y muy feliz de verlo nuevamente.
Mientras tomaban mate en el patio trasero de la casa de la calle La Merced y miraban jugar a los niños con su perrito Leopoldo y la gatita Pepa, Doña Mercedes, que así se llamaba la madre de Miguel, le puso al tanto de todas las novedades de la familia y él le contó las suyas, sin mencionar a Olga.
Miguel la había invitado muchas veces a conocer Lake George, pero ella tenía dos serios motivos para no hacerlo. Uno era el terror que tenía de viajar en avión y el otro que su hija Carmen dependía de ella para el cuidado de sus niños.
Durante esas dos semanas visitó y concurrió a reuniones de almuerzos, asados, ravioladas y todas las formas de agasajos habituales de parte de amigos y parientes. Fué con su hermana y los niños al Parque de la Costa en el Tigre y pasearon en lancha por el Delta del Paraná. Llevó a Doña Mercedes a espectáculos de Tango en San Telmo y a cenar en el «Palacio de las Papas Fritas» en la calle Corrientes en el centro de Buenos Aires.
Las dos semanas pasaron rápidamente y llegó el momento del regreso. Se despidió de todos con un gran asado en el Club de Martín Coronado y su hermana y cuñado lo llevaron al día siguiente a tomar el vuelo a Toronto desde el cual luego viajaría en ómnibus hasta Lake George.
Alberto que lo esperaba en la parada del ómnibus, lo llevó y acomodó de inmediato en el Rancho Grande. Cuando llegó «Tango» salió a recibirlo ladrando y corriendo enloquecido por todo el terreno. Le entregó a Alberto los regalos que le había traído, cosas que él apreciaba y no se podía conseguir donde vivían: yerba mate, dulce de leche, una lata grande de dulce de batata y una caja de dulce de membrillo.
Esa noche «Fransuá», su hija Amy, Alberto, José y Liz tenían planeado ir a ver hockey sobre hielo al estadio de Montreal Canadiens donde los locales recibían la visita de New York Rangers y Miguel estaba invitado. Aceptó pese a estar algo cansado por el largo viaje porque Alberto le dijo que podía dormir en el asiento trasero de la Wrangler en el camino a Montreal.
Se encontraron a las puertas del estadio. Habían venido además un hermano de «Fransuá» llamado Adrien con su esposa e hijo, que vivían a pocos minutos de allí. Amy no se despegó de Alberto toda la noche. Cuando su equipo convertía se abrazaba a él y lo besaba efusivamente. Miguel empezó a comprender para qué lado se inclinaba la balanza de los afectos de la bella Amy.
El que les proveía de aceite para la calefacción al «Rancho Grande» en el invierno era un señor bastante mayor de edad llamado Roger, que lo hacía en un robusto camión tanque, con motor nuevo y carrocería en buen estado pintado de gris y grandes letras rojas con el nombre «Roger Fuel Oil» más el número de teléfono.
Roger se había divorciado hacía muchos años cuando su único hijo tenía cinco años. Su esposa descubrió una infidelidad suya y nunca se lo perdonó. Crió a su hijo como si no tuviera padre. A pesar de que cumplió con sus obligaciones y le costeó sus estudios y vivían relativamente cerca, él casi no lo conocía. Vivió siempre con su madre que tenía una tienda de lencería fina en Albany hasta que se recibió de médico y ahora estaba ejerciendo de interno en un hospital de Toronto.
Roger vivió siempre en su propiedad donde habían vivido sus abuelos y sus padres y donde él nació y se crió, ubicada casi en el centro de la villa de Lake George. Era bastante amplia y en un tiempo tenía una buena vista del lago pero que en años recientes estaba obstaculizada por un hotel de varios pisos edificado sobre el lago con una pequeña playa privada.
La antigua casona estaba en el medio del terreno con un galpón al fondo donde Roger guardaba el camión de reparto de aceite y todas sus herramientas de trabajo. En el frente había un espacio vacío con algunas plantas recuerdo de lo que en otros tiempos había sido un jardín.
Casi al fin del invierno Roger haciendo uno de sus deliverys resbaló en el hielo bajando del camión y al caer mal se lastimó seriamente la cadera teniendo que guardar cama. Alberto que ahora hacía sólo el service de equipos de calefacción le dijo a Miguel que si quería podía ayudar a Roger en el reparto de aceite. Este le propuso generosamente compartir las ganancias mientras él estuviera desabilitado y Miguel hacía los deliveries.
Alberto les instaló un equipo de radio con el que Roger dirigía las operaciones desde su casa. Miguel se familiarizó rápidamente con el camión y la rutina. Le encantaba sentir la potencia del camión abriéndose paso en los difíciles y a veces empinados caminos de la villa y sus alrededores, cubiertos de nieve, con el viento helado soplando con fuerza, golpeándolo en la cara, agitando y quebrando las ramas secas de los árboles, el forcegeo para arrastrar la gruesa manguera desde el camión a la boca del tanque almacenador del aceite de la casa, volviendo luego al calor de la cabina del camión con la radio sintonizada en una emisora local que difundía la música que le gustaba y de tanto en tanto la voz de Roger en el parlante indicándole los clientes que hacían pedidos, sus direcciones y cómo llegar.
Esta nueva actividad, además de gustarle, le resultó bastante productiva monetariamente y todo lo recaudado fué a engrosar su cuenta de ahorros.
Finalizado el invierno Roger aún no se había recuperado y ya era el tiempo de su otra actividad, que era la jardinería, en lo que se ocupaba de marzo a noviembre, para lo cual tenía un gran trailer con implementos para hacer limpieza de terrenos, corte de grama, de árboles, etc. que también tenía pintado de gris y en ambos costados con letras rojas «Roger Landscaping» y el teléfono.
El clima primaveral invitaba a salir y disfrutar del buen tiempo, así que con mucha dificultad subió a la camioneta acoplada al trailer para enseñarle a Miguel la ruta ya establecida de jardinería para la que lo tenían contratado y lo que había que hacer en cada una de ellas.
Roger que ya había comenzado a cobrar mensualmente su Seguro Social y tenía una importante cantidad de dinero en su cuenta de ahorros, ya no tenía necesidad de seguir trabajando, además de que le hubiese sido imposible porque el estado de su cadera que no mejoraba, no se lo permitiría. Miguel pasó a ser el hijo que Roger hubiese querido tener a su lado en momentos como éste y en él volcó todos sus conocimientos y le enseñó en los meses siguientes todo lo que era necesario para ayudarlo a mantener activo sus negocios.
Habilitó una parte de la casa para que Miguel viviera allí, haciendo de enfermero acompañante cuando estaba libre y el delivery de aceite para la calefacción en invierno y la jardinería pasado el mismo, compartiendo en partes iguales las ganancias provenientes de las dos ocupaciones que Roger había iniciado y mantenido hasta entonces. Sabía que a su ex-esposa e hijo no les interesaba la casa de Lake George para vivir y que casi con seguridad la pondrían en venta, entonces ayudó a Miguel a solicitar un préstamo hipotecario para comprarla llegado el momento. Su salud se fué deteriorando rápidamente hasta que falleció un par de años después. En su testamento le dejó a Miguel el camión, los implementos de jardinería y el dinero de su cuenta de ahorros.
Ni su ex-esposa ni su hijo vinieron para el funeral y entierro que se realizó en el pequeño cementerio de Lake George. Sólo estuvieron Miguel, Alberto y unos pocos amigos. La transferencia de la propiedad se realizó sin ningún inconveniente tomando posesión Miguel luego de realizada la operación inmobiliaria.
Alberto y Amy se casaron muy enamorados, luego de un año de noviazgo y fueron a vivir al Rancho Grande. La fiesta del casamiento se realizó con gran esplendor y concurrencia de la mayoría de los comerciantes y gente importante de Lake George y de Albany, en el salón del Harbor Lights Restaurant. Como era de costumbre los asistentes a la fiesta hicieron sus regalos en efectivo reuniéndose una importante suma de dinero. Fueron a pasar su luna de miel a Europa en un paquete que incluía un tour en tren por varias ciudades pagado por el padre de la novia.
A su regreso ella siguió ayudando a su padre en el Restaurant y Alberto dedicándose sólo a la atención de los equipos de calefacción y de aire acondicionadores de los comercios de la villa. José se independizó y comenzó a trabajar por su cuenta haciendo en la villa y sus alrededores trabajos de albañilería y plomería. En la pick-up Dodge que había sido de Ramiro a la que había completado con una caja que podía cerrar con llave, en la que cargaba todas sus herramientas y materiales, siendo una vista familiar por las calles y caminos de Lake George. Liz, su esposa, siguió encargándose de la limpieza y ordenamiento en el Restaurant, en el que gozaba de un horario elástico para poder atender a sus niños.
Ramiro volvió de México luego que sus padres fallecieran y pudo vender su casa y la carpintería. Alberto lo ayudó a alquilar con opción a compra un bungalow cerca del Rancho Grande, compró y reacondicionó otra pick-up y las herramientas necesarias para hacer su trabajo de carpintería que comenzó de inmediato. Entabló una amistad romántica con Melisa, la que al cabo de un tiempo se vino a vivir con él.
Pasaron algunos años y todo era normal, rutinario, cada uno en lo suyo. Había terminado un relativamente benigno invierno y Miguel había lavado y guardado el camión de reparto de aceite y estaba preparando los implementos de jardinería para comenzar a hacer su ronda de limpieza de terrenos y colección de ramas quebradas por el viento, que él cortaba en pequeños trozos, estacionaba un tiempo y luego vendía como leña, muy utilizada para hacer fuego en las chimeneas hogareñas y en los campamentos de los alrededores del lago.
Tenía ahora un ayudante que había conseguido en una de sus visitas a Long Island. Era un hondureño de nombre Carlos, que conoció haciendo trabajos de jardinería en la casa de Francisco. Le propuso venir a Lake George con él y éste aceptó. Se llevaban muy bien y Miguel apreciaba su energía y buena disposición para lo que fuera.
Cuando estaban acomodando el stand donde apilarían los trozos de leña, vió pasando por la vereda de enfrente a una joven mujer con un niño pequeño caminando a la par. La miró detenidamente murmurando un nombre como en un ruego: -Olga?!…
Cruzó corriendo la calle para verla mejor y sí, era ella, que lo envolvió con una mirada profunda de esos maravillosos ojos verdes y una amplia sonrisa. Miguel!… How are you? El la envolvió en sus brazos y la besó innumerables veces con mucha ternura y pasión. Luego ella agachándose le dijo al niño -Say Hi! to daddy… (Dile Hola! a papá). Miguel miró al chico de cabello rubio y ojos verdes como los de ella, se agachó emocionado casi hasta las lágrimas para abrazarlo con mucha ternura, levantarlo, mirarlo y llenarlo de besos. -Is it my son? (Es mi hijo?) -He is, his name is Mike like you… He speaks Russian and English (Sí… Y se llama Miguel como tú… Y habla ruso e inglés).
Cruzaron la calle abrazados y con el pequeño Mike tomado de la mano. Miguel le dijo que vivía allí. Lo presentó a Carlos como su amigo y ayudante. Luego de lo cual caminaron hasta el Restaurant Harbor Lights donde fueron recibidos efusivamente por «Fransuá», Amy y Liz.
Les acomodaron la mejor mesa afuera al lado de una planta que comenzaba a florecer y una fuente que vertía agua sobre una pecera de pececillos multicolores, les sirvieron café y «cheesecake» y los dejaron conversar mientras Amy se llevaba al pequeño Mike a corretear por el salón donde todavía no había clientes.
Fué una larga y emotiva charla. Ella le contó que en Moscú vivía pupila, junto a otras niñas huérfanas, desde muy pequeña en una institución religiosa. Que no conoció a sus padres y que había sido elegida junto a Katrina para participar en el programa de intercambio estudiantil por su buena conducta, aplicación a los estudios y por ser las mejores en el curso del idioma inglés que se dictaba en el colegio.
Cuando lo conoció a él ella se enamoró a primera vista y se dejó llevar por sus impulsos cuando no tenía ningún conocimiento ni experiencia sexual. Ya de regreso en el colegio la ayudaron y mantuvieron durante el embarazo, el nacimiento y los primeros años del pequeño Mike. Hubo un exhaustivo interrogatorio para saber el origen del embarazo por ser ella menor de edad, pero Olga no quiso dar detalles y mantuvo su silencio para no involucrarlo a él ni al programa de Intercambio Estudiantil.
Cuando cumplió 21 años, salió de allí con buenos conocimientos de enfermería, bastante buen manejo del inglés y una recomendación para ocuparse de ayudante de enfermera en una clínica donde trabajó para reunir el dinero necesario para viajar. Y volvió a Lake George con la esperanza de encontrarse con Miguel, para que conociera a su hijo y tal vez reanudar sus truncadas relaciones con él.
Le contó que su amiga Katrina, la que había venido con ella a Lake George por el programa de intercambio estudiantil, la de los ojos azules, se había especializado en idiomas especialmente inglés y chino, había viajado a China con el programa de Intercambio Estudiantil, ahora estaba trabajando en el consulado de Rusia en la ciudad de New York y se había puesto de novia con otro empleado de la misma.
Miguel le dijo que estaba más que feliz de que ella hubiera vuelto con su pequeño hijo, que tenían la casa donde vivirían y él un muy buen trabajo para mantenerlos. José había traído de El Salvador a un hermano que lo secundaba en sus tareas de plomería y albañilería. Ellos dos más Alberto ayudaron a Miguel a construir en el frente de la casa un amplio local donde Olga puso una guardería infantil, luego de aprobar un curso en Albany que la habilitaba a prestar ese servicio. Ramiro les regaló algunos juegos infantiles que él fabricó de madera y que instalaron en el patio.
Los inmigrantes argentinos Alberto y Miguel, la rusa Olga, el brasileño «Rafa», el mejicano Ramiro y la venezolana Melisa, los salvadoreños José y su hermano, los chilenos Gustavo y Esteban, el peruano Rigoberto, el hondureño Carlos, el guatemalteco Estuardo, más Belisario, el campeón panameño, pasaron a formar parte de una gran familia de inmigrantes en Lake George, aprendieron a apreciar y amar al lugar que les dió las oportunidades que ellos supieron aprovechar con su trabajo esforzado y honrado y con mucha pena y escondiendo en lo más profundo de su alma una gran nostalgia nunca volvieron a sus países de origen. Fin.
He leído este relato «Una Historia de Inmigrantes» de autoría del Sr. Damian Barrios. Me ha conmovido profundamente! Es un relato exquisito, dulce y conmovedor, escrito con una gran humanidad y aparente sencilez que llega a lo más recóndito del alma. La trama comienza simplemente y nos va atrapando, paso a paso, hasta no poder dejar este relato humano y conmovedor! — Mis sinceras felicitaciones para Damian Barrios, del cual también he leido «El descubrimiento de las Cataratas del Iguazú por don Alvar Nuñez Cabeza de Vaca», otra perla que también recomiendo!!!
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